Abraham. A. Rasgado González/OPINIÓN
El día miércoles 22 de enero por la noche, en una prisión de Texas, se cumplió la aberrante pena de muerte sobre un mexicano más: el morelense Édgar Tamayo, quien fue ejecutado aun contra las resoluciones de las diferencias instancias de justicia internacionales (“caso Avena”) y del mismo pedido del gobierno de Barack Obama para revisar su caso, debido a graves violaciones en el proceso (la no asistencia consular) que derivaron en su declaratoria de culpabilidad y punibilidad.
¿Por qué un país, que fue fundado sobre bases de una civilización occidental ilustrada, sigue cometiendo el crimen de asesinar para castigar crímenes? “En pleno siglo XXI”.
La pena de muerte, argumentan sus defensores, se ha implantado para disuadir a los máximos delitos violentos. Estas voces que defienden la pena capital, fueron recogidas por Jay M. Feinman en un tratado sobre derecho estadunidense. Sin embargo, muchos estudios comprobables han demostrado que esta medida es ineficaz para el fin que se propone: disminuir los delitos más brutales que el humano puede cometer. Esto, debido a que el “criminal” no se detiene a reflexionar sobre su acción, ya que comete sus transgresiones cegado por la ira, por alguna droga, por el alcohol o por un trastorno mental. Es decir, no habrá un momento de razón para recapacitar sobre lo que se está haciendo y, consecuentemente, no funcionará como una amenaza para no ejecutar un delito grave.
Aunado a esto, arguyen que la pena de muerte es una especie de “ojo por ojo y diente por diente”: el que mató, debe morir, y esa muerte se la debe proporcionar la “justicia” estatal. Es un proceso de secularización de la venganza divina. Un país tan avanzado económicamente, con una sociedad que se piensa plural y tolerante, que dicta al mundo lecciones de democracia y civilidad, mata para corregir. Esto es, después de que las circunstancias sociales, políticas, económicas, religiosas y hasta familiares determinaron a un ser humano para cometer delitos, después de todo eso, se le elimina. Crean un ambiente, y después, castigan al producto de éste. Es la venganza social como forma de prevención que se argumenta en Estados Unidos como razón suficiente para practicar la pena de muerte.
Los países musulmanes, que asimilan pecado y delito, practican este principio de escarmiento (que parecía ya estar superado desde los tiempos del Marqués de Beccaria en Occidente), que castiga al que roba cortándole la mano, al que viola con la emasculación, etc.
También los Estados Unidos lo hace. Una incongruencia monumental: el gran imperio norteamericano nos refleja la imagen, a través de su impresionante maquinaria propagandística, que el Medio Oriente es la muestra de la incivilización, la intolerancia, el salvajismo. Un “oscuro rincón” del planeta, como lo declaró Bush Jr. para tratar de justificar su sed petrolífera. Pero lo que hacen los estadunidenses con la pena capital no es muy diferente de lo que pasa en los países de los que supuestamente son antítesis.
Un país que ha construido su poderío y su hegemonía a partir de una filosofía de la muerte. Que ha resuelto sus problemas, o ha intentado hacerlo, siempre a través de la violencia, asesinatos en masa o selectivos: dentro y fuera de sus fronteras.
Pero observemos algo más. Suponiendo sin conceder que este principio de “ojo por ojo y diente por diente” sirve como base para practicar la pena de muerte, ¿por qué sólo a los que matan se los mata? ¿Y por qué no al que roba se le corta las manos y al que viole se le castre químicamente? Es una deficiencia lógica. Y no estamos diciendo que se haga, sino que se tiene que abolir cualquier forma de castigo desmesurado.
Además, el racismo con que esto es tratado aturde. Según cifras que dan los estudiosos “un condenado por asesinar a una persona de raza blanca, tiene once veces más posibilidades de ser sentenciado a muerte que uno condenado por matar a una persona de raza negra”. La biopolítica y el bioderecho, si se me permite esta última expresión, parafraseando a Michel Foucault, ensanchan sus dominios, y juzgan de acuerdo a las características raciales, obedeciendo a una sed de venganza de una sociedad mayoritariamente segregacionista. Y este principio rigió para juzgar tan irregularmente a Édgar Tamayo.
Sentencian para eliminar al lastre que consideran pervierte a la sociedad estadunidense. ¿Y disminuyó la comisión del delito combatido? ¿O sólo mejoró la percepción en el sentido de que los ciudadanos observan que sus gobiernos están trabajando para protegerlos? ¿O sólo se sació la sed de venganza?
El mismo filósofo francés que mencioné, Michel Foucault, se lamenta en su obra Vigilar y castigar de esas mismas cárceles que causaban orgullo en el siglo XIX, y hoy nos llenan de vergüenza, y no sólo el régimen penitenciario, sino el sistema legal que autoriza, como medida “correctiva”, asesinar a un ser humano. Nos llenan de oprobio esas cárceles que contienen tanta injusticia y tanto racismo de todo un sistema como forma de ganar masas acríticas.
Se cuenta en algunos libros sobre un soberano chino, que no podía ganarse el respeto de sus gobernados; entonces, uno de sus “asesores” le informó que eso sucedía pues sólo castigaba a los culpables, y eso no podía seguir así: tenía que matar igualmente a personas inocentes, y el primero en pasar al cadalso fue el asesor. Desde entonces, el emperador se ganó el miedo de su pueblo. ¿Eso es lo que hacen los gobiernos de los países más avanzados del mundo? ¿Convencen de que algo es malo a través del miedo? ¿Asesinando a quien no asesinó ni cometió delito alguno? Es decir, instaurar el miedo y la injusticia como forma de convencimiento.
A Édgar Tamayo no se le concedió aseisntencia consular (y ni al consulado le ha de interesar) cuando fue eprehendido. Tampoco quedó planamente demostrada su responsabilidad en el asesinato del policía por el cual se le ejecutó. Diversos testimonios aseguraron que el policía fue asesinado cuando Tamayo estaba ya esposado y dentro de la patrulla. La Corte Interamericana de Derechos Humanos resolvió y ordenó al sistema de justicia estadunidense revisar el caso por las graves violaciones a sus derechos. El secretario de Estado John Kerry recomendó al gobernador texano conceder clemencia al mexicano. A Texas le importó un comino todo esto.
Estados Unidos está mostrando su menosprecio a la legalidad y sobre todo a la justicia internacional, ya que se desvela su intención de encontrar resquicios (y flagrante hipocresía) para evadir el cumplimiento de un compromiso que asumió con la comunidad internacional. Texas forma parte de un Estado que contrajo obligaciones y las debe cumplir. Todos han aceptado (con las debidas “enérgicas protestas diplomáticas”) esta ilegalidad e injusticia. ¿Cuántos más?