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Otro agravio en un “foco rojo”

Las tecnologías de video y las redes sociales nos permiten presenciar sucesos que preferiríamos ignorar: agresiones indignantes, tragedias fácilmente evitables, muertes por irresponsable temeridad. Quizá lo más doloroso es poder atestiguar agresiones que antes permanecían como pura referencia verbal de testigos conmocionados. Ahora, la accesibilidad a la violencia real o imaginaria es un espectáculo global.

Esto nos lo reitera una reciente grabación en la población oaxaqueña de Santiago Juxtlahuaca: en un local de videojuegos, un adulto incita a dos niños que se golpean tirados en el piso; luego, toma del cuello al que parece estar venciendo, lo avienta de nuevo al piso y lo patea en el vientre mientras le grita “gordo maricón”.

Parientes del niño agredido dieron a conocer el presunto nombre del agresor, propietario del local de videojuegos. Sobre su identidad, circularon datos que deben ser esclarecidos. Se le atribuyó inicialmente ser familiar del presidente municipal de Juxtlahuaca. El edil negó tal parentesco. Otras notas informativas afirman que el agresor es o bien docente o trabajador administrativo del Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca.

Si esto último se confirma, se añadirá a las faltas de la institución educativa estatal, una de las entidades públicas que más quejas genera en Oaxaca por violaciones a derechos humanos. En 2020 el diario El Universal informó que “de 2019 a la fecha, la Defensoría de los Derechos Humanos del Pueblo de Oaxaca ha iniciado 20 expedientes de queja por actos de acoso y abuso sexual en escuelas públicas de la entidad. De ese total, 14 se registraron el año pasado, además de otras seis en 2020”.

Que una institución educativa contrate a violadores de derechos humanos, ya es un asunto preocupante. Sin embargo, lo verdaderamente grave es la permanencia de un modelo de abuso que subsiste en comunidades como Juxtlahuaca, que forma parte de la región triqui, zona donde tantos actos de violencia son perpetrados por hombres de todas las edades contra mujeres, niñas, niños, adolescentes y personas adultas mayores.

En junio de 2021, el Secretario de Seguridad Pública de Oaxaca, Heliodoro Díaz Escárraga, declaró a Juxtlahuaca “un foco rojo por la ola de violencia que se ha vivido de manera continua en la región Mixteca” y agregó que “es un tema público que de manera constante en Juxtlahuaca ocurren asesinatos que están relacionados con venganzas personales, problemas entre comunidades o con algunas organizaciones sociales”.

En esa ocasión, el Secretario de Seguridad Pública expuso que la Fiscalía General del Estado debía centrar sus investigaciones en las organizaciones sociales por los casos de violencia en Juxtlahuaca. Ahora, la Fiscalía debe concentrarse, además, en esclarecer la filiación de un individuo que agrede a niños.

En la videograbación que denuncia la conducta abusiva del investigado, se le puede escuchar riéndose mientras observa cómo dos niños se golpean en el piso. Se oyen los quejidos de uno de los menores de edad, hasta que el hombre decide retirar al niño que aparentemente va ganando la pelea, para luego aventarlo al piso y patearlo mientras lo insulta. El individuo al parecer disfruta fomentando la violencia entre los niños y luego ejerciendo él mismo la violencia a su antojo.

Si fuese un hecho aislado, tan sólo esa muestra de violencia en un pueblo triqui de Oaxaca debiera abrir un espacio importante de reflexión sobre las implicaciones de los videojuegos (en su mayor parte recreadores de actos violentos) y el impacto que tienen en sus usuarios al normalizar conductas hiper-agresivas, como el asesinato con armas de fuego y con otros instrumentos.

Sin embargo, al ocurrir ese hecho reprobable en una comunidad donde se suscitan continuos actos de violencia, el suceso se suma a una lista demasiado larga de ataques aún más dolorosos.

La región triqui es una fuente de graves conflictos en Oaxaca. En 2021 se hizo notar de nuevo por dos casos de violencia: primero, en julio de 2021, un operativo conjunto del gobierno estatal y federal fracasó en el intento de garantizar el retorno a la comunidad de Tierra Blanca de más de 280 personas triquis que, por violencia de otros pobladores, fueron desplazadas de sus hogares desde diciembre de 2020 a las ciudades de México y Oaxaca.

Meses después, en octubre de 2021, alrededor de 180 personas fueron expulsadas violentamente de las comunidades de Guerrero Grande y Ndoyonuyuji, en el municipio de San Esteban Atlatlahuaca, después de sus viviendas fueran incendiadas y un grupo de hombres armados iniciara una “cacería” de habitantes de esas poblaciones que huían por la zona boscosa que colinda con la ciudad de Tlaxiaco. Las personas desplazadas tuvieron que permanecer en un refugio, hasta que en noviembre del mismo año parte de ellas lograron retornar a sus comunidades.

Los casos de Tierra Blanca y Atlatlahuaca son los dos más recientes de violencia social ejercida contra personas triquis por miembros de sus propias comunidades. A ellos hay que sumar numerosos casos de asesinatos colectivos y agresiones armadas que no sólo enlutan a muchas familias, sino las obligan a abandonar sus hogares y residir en refugios en diversas partes de Oaxaca y de México.

Lo peor es que algunas agrupaciones de personas triquis desplazadas se han convertido en organizaciones que a su vez reproducen la violencia que las afectó, al hacer negocio de su condición y lucrar con recursos que las autoridades asignan para las víctimas, pero que sólo enriquecen a algunos y algunas dirigentes.

El problema de la violencia en la zona triqui es muy antiguo y sigue reproduciéndose debido a que en buena medida es fomentado por partidos políticos, organizaciones sociales y autoridades municipales y estatales, así como por algunos representantes populares. Es un mal complejo y con muchas imbricaciones que, como lo demostró la fallida restitución de Tierra Blanca, no se puede resolver ni siquiera con un gran despliegue de corporaciones de seguridad pública.

Inclusive la jefa de gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, hizo hace pocos días un sorpresivo llamado al gobernador de Oaxaca, Alejando Murat Hinojosa, para que atienda a las 20 familias triquis que llevan un año de plantón en esa capital.

Sheinbaum manifestó que la solución al conflicto se ha ido retrasando, aunque ella misma ha tratado el asunto con el gobernador Murat y con la Secretaría de Gobernación, quienes intentaron en vano reinstalar a las personas desplazadas de Tierra Blanca. “Sería muy, muy importante que se atendiera para beneficio de las familias; son mujeres, niños y niñas que están en este lugar y que es muy importante que puedan regresar”.

Año con año se acumulan los agravios en diversas comunidades triquis y ninguna autoridad resuelve los conflictos que alimentan rencores y venganzas entre las víctimas. En anteriores administraciones estatales, algunos funcionarios de gobierno inclusive administraron esos conflictos para asegurarse de que permanecerían suscitándose nuevos agravios.

Lo peor es que se ha instaurado una cultura del conflicto social que diversos dirigentes sociales, políticos y autoridades fomentan para beneficiarse con el mal manejo de fondos especiales que se debieran destinar a víctimas. Quizá el fondo del interminable problema radica en que se prefiere “comprar” a las personas agraviadas, en vez de garantizarles una vida libre de violencia, en la que los valores predominantes sean la convivencia pacífica, armónica y respetuosa, en vez de recurrir sistemáticamente al abuso, la arbitrariedad y la venganza como formas de convivencia.

Desde luego, ese nocivo sistema con su tendencia a “comprar” víctimas evidencia que los gobiernos no invierten en verdaderas soluciones para erradicar la violencia social de zonas históricamente marginadas: en vez de financiar “proyectos productivos”, hay que construir escuelas de todos los niveles, instalaciones deportivas, vías de comunicación adecuadas, opciones de recreación que rebasen la cultura de la violencia que muchos videojuegos enseñan a normalizar entre la infancia. Y desde luego, fomentar la producción suficiente de alimentos y bienes que garanticen medios de vida dignos a la población.

Por lo pronto, el caso de los niños violentados por un abusivo adulto se añade a las situaciones de violencia que le dan triste relevancia a la zona triqui y, en particular, a la comunidad de Santiago Juxtlahuaca. Es otro caso que no puede resolverse con dinero, sino con la aplicación de la ley, y con garantías para que no vuelva a repetirse semejante muestra de arbitrariedad sostenida con violencia.