Nació el navío como “Tamlin” en los astilleros del mismo nombre, en 1912. A los ocho años de la botadura, y completado su nombre como “F. A. Tamlin”, lo vendieron a Inglaterra. Al año siguiente los belgas lo compraron para nominarlo “Arminco”. Para 1930 lo adquirió una naviera italiana.
El navío fue llamado “Lucífero” en la Italia donde el Duce y sus sicarios prosperaban. Cautivo de México en 1941, varió el barco su insignia para cruzar pacífico el Atlántico. La nación que ascendía a la bonanza del petróleo obsequió a la nave un nombre jinetero. Mas ningún potro cabalgó por la cubierta del buquetanque, bautizado “El Potrero del Llano”. Cuando ardió en alta mar en mayo 13 del 42, apenas doce meses tenía sin alarma el petrolero.
Los mares mexicanos se holgaban en fortuna. La paz se había refugiado en sus corrientes después del luto aliado por Pearl Harbor. Mientras flotó en aguas mexicanas, el “Potrero” flotó entre siestas y trajines, mientras su carga reposaba como un tigre.
En aguas de Florida, el buque tanque fue a su eclipse. No había amago de ataques, pero algo advirtieron el capitán y los marinos del “Potrero” que en Tampico se negaron a emprender el viaje. Un teniente impasible, Mario Cruz Díaz, tomó el mando de la nave preñada de peligros.
Cruz, retirado teniente de navío, quiso ir más allá del desastre pregonado. Acaso se confió en que el “Potrero” llegaría a Nueva York sin contingencia. A mares en conflicto abrió la singladura, confiado en la bandera neutra, a salvo en sueños.
Había alguna alarma en el carguero en ruta a Florida, por más que la nación estaba ausente de los campos de guerra en crecimiento. Sobre cubierta, la noche del 13 de mayo, el timonel José Magaña divisó un fanal entre las olas, con la misma ruta del “Potrero”. Se preguntó si era aliado o enemigo. Fue a despertar al contramaestre Eduardo Sibaja y Ramírez para decirle: “Nos vienen siguiendo, hermano. Un animal muy grande nos viene siguiendo desde hace como media hora”.
No tardaron demasiado en descubrir que aquella luz entre las aguas se obstinaba por alcanzar el casco en ruta a la Florida. Cinco minutos antes de la medianoche un estallido rompió el sueño de todos. Creció la angustia con el obús de un submarino alemán, el U-564.
El teniente Cruz Díaz no pudo despertarse: fue el primer blanco del ataque enemigo. Con Miami a la vista, el buquetanque quedó herido de muerte por un solo proyectil del submarino que Reinhard Suhren comandaba.
Acertaron aquellos que en Tampico decidieron desertar: iban al matadero y les tocó tan sólo el luto. En tanto, en las entrañas del “Potrero”, ardía el incendio que la inundación no ahogaba. Cuadernas rotas y depósitos hendidos derramaban combustible a borbotones.
La tripulación corría y se empapaba de petróleo en los compartimentos de la nave herida. 40 mil barriles, como sangre, oscurecían la franja del Atlántico en que el casco ardía. Los gritos de naufragio mordían la tiniebla, el desastre imponía su fulgor que asfixia.
Además del capitán del “Potrero del Llano”, Mario Cruz Díaz, murieron en el ataque el timonel José Magaña, el primer oficial, teniente de fragata Carlos Castelán Orta, el jefe de máquinas, teniente de fragata Jorge Mancisidor, el radioperador Enrique Vieyra, el bombero Erasmo Castellanos, el bombero Juan Marzall Pifarrer, el camarero Rosalío Galeana Matus, los cocineros Juan Hernández y Francisco Pereda Ancona, el carpintero Diego Villalobos Cocuchetti y el quinto maquinista Rodolfo Chacón Castro. De otros dos tripulantes exterminados no se conserva el nombre. 21 tripulantes más lograron salvarse pese al ataque.
¿Quién pudo avistar al submarino nazi entre la turbulencia del naufragio? Ni un solo tripulante escapaba al apremio de las llamas, del colapso… ¿Cómo podían distinguir al atacante bajo el humo, el terror, el llanto y maldiciones?
Es un misterio, y sin embargo, el atacante dejó bien clara en su bitácora la culpa: “Lo confundí con un buque italiano”, expuso el comandante Suhren, “eran aguas enemigas, muy lejos de Italia, la bandera de México no tenía escudo, y al faltar el emblema, creí mi obligación hundirlo”.
Reinhardt Suhren mató a catorce mexicanos en ese día 13 de la Segunda Guerra Mundial. Mario Cruz y trece tripulantes se ahogaron o quemaron en las entrañas del “Potrero”, muy cerca de Miami. Y los restantes veintiuno quedaron al garete, flotantes en tablones, llantas y otros pecios.
El barco se envolvió en las llamas pero pudo mantenerse a flote con sus averías. Consumida su cubierta con el incendio, no se hundió. Así lo remolcaron barcos estadounidenses a la Isla de los Mosquitos, en cuyos muelles quedó el casco flotando todavía. Extraño destino el de esta nave: morir sin alcanzar la tumba que el mar obsequia.
No fue único el caso del “Potrero”. En rápida sucesión los alemanes torpedearon a los petroleros “Faja de Oro”, “Tuxpan”, “Choapas”, “Amatlán” y al mercante “Oaxaca”.
Reinhard Suhren dejó el mando del U-564 al iniciar octubre del 42. Recibió la Cruz de Hierro con Hojas de Roble y Espadas. Al submarino que inició la guerra de Alemania con México le llegó su hora otro día 13, ahora en junio del 43: un avión británico lo bombardeó hasta hacer imposible que se sumergiera el U-564. Al día siguiente un bombardero inglés le soltó cargas de profundidad hasta hundir la nave, de la que escaparon el capitán Hans Fiedler y 17 tripulantes. 28 marineros atrapados en el submarino se hundieron con el verdugo del “Potrero del Llano”.