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La pastel liza

El individuo que en el Museo del Louvre intentó atacar con un pastelazo el cuadro La Gioconda de Leonardo Da Vinci el 29 de mayo de este año, parece alucinado, demencial y aun calamitoso, pero de alguna manera ilustra el destino del arte auténtico en un mundo en donde campean la simulación y la jactancia. Ante la belleza capturada en un objeto, la impotencia de ciertas y ciertos egomaníacos responde convirtiendo postres en proyectiles, apelando a una pastel liza (es decir, una riña con pasteles).

El cuadro acometido no sufrió daño. Lo protege una vidriera a prueba de balas, diseñada contra ataques como el de la turista rusa que en 2009 arrojó una taza de cerámica contra el mismo irrompible cristal. Antes, en 1974, una japonesa lanzó en el Museo Nacional de Tokio pintura roja contra la urna en que se exhibía el retrato. Pero en 1956, dos inquietantes ataques sufrió la efigie: en el primero, la alcanzó el ácido que le lanzó un fanático; en el segundo, a un día de finalizar aquel año, el boliviano Ugo Ungaza Villegas alcanzó con una pedrada la superficie de la pintura. Le desprendió un fragmento y eso motivó que, desde entonces, la pieza se exhiba tras de un cristal antibalas.

Ni hablar del robo de la obra ejecutado en 1911 por Vincenzo Peruggia, quien se llevó la tela oculta entre sus ropas. Ex empleado del Museo del Louvre, Peruggia fue arestado cuando pretendió vender a la famosa dama sonriente en 1913. Antes, arrestados por el hurto, el poeta Guillaume Apollinaire y el pintor Pablo Picasso fueron forzados a desmentir las acusaciones de la policía parisina, que persiguió a varios artistas.

Lanzar un pastelazo a una de las obras de arte más significativas de la historia evoca actos de comedia trillada. En el siglo XXI, un pastelazo contra La Gioconda podría resumirse como “El Gordo y El Flaco atacan de nuevo” o “la venganza de los Tres Chiflados”. El atacante se coló al museo en una silla de ruedas, disfrazado con ropas de mujer y una peluca encanecida. Al llegar frente a la protegida obra, se estrelló sorpresivamente contra el vidrio; luego, embadurnó el pastel en la placa irrompible. Ya de pie, lanzó rosas al piso. Mientras los guardias del museo lo instaban a retirarse, el agresor exclamaba: “Piensen en la Tierra, hay gente que está destruyendo el planeta”.

El lastimoso atacante será demandado por el Museo del Louvre y acaso reciba tratamiento psiquiátrico. Para un país que ya tuvo que lamentar el incendio de la catedral de Notre Dame, este asalto a uno de sus tesoros artísticos es quizá demasiado, aunque la agresión suene bufonesca.

¿Puede explicar la conducta del beligerante lanzador de pastel el llamado síndrome de Stendhal? Éste implica una enfermedad psicosomática que causa un elevado ritmo cardíaco, vértigo o incluso alucinaciones cuando el individuo es expuesto a una “sobredosis de belleza”. Dicho síndrome fue descrito en 1979 por la psiquiatra italiana Graziella Magherini, quien observó y describió más de 100 casos similares. Según explica el ensayista Rocco Mangieri, el síndrome de Stendhal, más allá de su incidencia clínica, se ha convertido en un referente de la reacción romántica ante la acumulación de belleza y la exuberancia del goce artístico.

La doctora Magherini bautizó el síndrome basándose en su lectura de Nápoles y Florencia: Un viaje de Milán a Reggio, libro en que el novelista Henri Beyle, mejor conocido como Stendahl, describió la violenta reacción de arrobamiento que experimentó en su visita a la Basílica de Santa Croce en Italia, en 1817.

El pastelazo a La Gioconda no parece una manifestación de arrobamiento, sino de incomprensión absoluta hacia la belleza. ¿Si hubiera podido, el atacante habría embadurnado la obra maestra? Atendiendo a sus palabras, al parecer pretende combatir la destrucción del planeta con la destrucción de la belleza. Su frase de despedida parece decir: “No se distraigan con la belleza cuando otros están dañando al mundo”.

En las guerras y revoluciones suele abundar este tipo de reacciones ante las obras que intentan hacer perdurable la emoción estética. No escasean los ejemplos de obras maestras que perecieron ante el reclamo admonitorio de un individuo alzado en armas.

Pero en esta época de engañosa paz (y sólo hay que recordar la guerra genocida de Ucrania, las masacres en escuelas de EEUU asaltadas por tiradores dementes o los pueblos mexicanos barridos por el narco), al parecer el arte está amenazado por quienes se auto-designan sus guardianes.

Por ejemplo, el 9 de febrero de 2020, cuando el mundo estaba a punto de entrar en la angustia de la pandemia, la crítica de arte Avelina Lésper, mientras visitaba con afán reprobatorio las exhibiciones de la muestra de arte comercial Zona Maco, destruyó “por accidente” una instalación de Gabriel Rico valuada en veinte mil dólares.

El periodista Luis Pablo Beauregard, del diario El País, al narrar el incidente, incluyó declaraciones publicadas por el diario Milenio (medio en el cual Lésper promueve “arte auténtico” con estrategias comerciales). A este último diario, Lésper dio una inadmisible explicación sobre su estrago: “El accidente sucedió cuando la obra implotó al intentar acercar una lata de refresco vacía a la obra. No traté de agredirla ni violentarla. Como una crítica, llevaba una lata vacía de refresco, traté de ponerla sobre una de las piedras, pero la obra explotó, se hizo pedazos, ni siquiera pude apoyarla, me quedé con la lata en la mano”.

Una crítica de arte “con una lata vacía de refresco” se da el lujo de destruir una obra en exhibición al pretender burlarse de ella. En otros países eso hubiese acabado con la carrera de Lésper y seguramente con su economía (cuando le reclamaron el daño, la asustada depredadora exclamó “¡Yo soy económicamente insolvente, yo soy insolvente!”). Pero en México, el asunto se resolvió con un “usted perdone” y la dañera continúa ejerciendo el comercio de obras devenido en crítica de arte.

La escritora Fabiola Eunice Camacho se preguntó en un artículo publicado en Tierra Adentro: “Si Lésper no contara con el peso mediático de ser la directora de la Colección Milenio, ¿qué hubiera sucedido en ese preciso y desafortunado momento? Las respuestas de Lésper y la galería denotan una serie de vacíos sobre los elementos técnicos e incluso legales necesarios para el montaje, exposición y venta de obra dentro de un circuito que demanda profesionalización”.

Si bien la impunidad y la carencia de profesionalismo definieron ese momento de la carrera de Lésper, el escándalo por su conducta opacó un incidente previo en el que sufrió una extraña agresión: después de llamar “subnormales” a los grafiteros de la Ciudad de México y retarlos a un enfrentamiento en el Museo de la Ciudad de México, Avelina Lésper se presentó en ese foro el 4 de agosto de 2018 para anunciar que dos grafiteros habían aceptado debatir pero después se negaron a asistir por las ofensas que la crítica había proferido en medios informativos contra los artistas urbanos.

La convocante del debate procedía a retirarse del museo cuando recibió en la cara el pastelazo de un sujeto que aún no hace público su nombre, aunque dio una entrevista al sitio web Kurizambutto para negar que su acción fuese violenta: “… si hubiera querido ser violento le doy un batazo en las rodillas; el uso del pastel es por ello, porque nulifica la violencia, y lo reduce a la ironía y la comedia. Como dato adicional te aseguro que ese detalle fue tema de discusión y analizado a detalle y lo resolví de la siguiente manera; mucha crema chantillí y no habrá necesidad de golpe, sólo la estoy embarrando, mi mano nunca tocará su cara. Y sucedió mucho mejor; la inercia lo hizo todo y sólo se le vertió la crema en la cara; el plato y mi mano jamás la tocaron. Eso del golpe es mentira, ese detalle lo pensamos mucho. Así que fui super precavido de no hacerle ningún daño físico”.

Aún más, al identificarse el agresor, dijo ser artista y comunicador. Ofreció dar a conocer su identidad, lo cual no cumple a dos años del pastelazo: “Soy periodista y conozco las consecuencias de en este momento convertirme en figura pública, una vez que tome las medidas de seguridad necesarias no dudes que saldré del anonimato”.

Así las cosas en esta época oscura. Una crítica de arte hizo pedazos una obra que le repelía y alegó que la pieza “implotó”, como si se tratase de un artefacto autodestructivo (en la década de 1960 Julio Cortázar celebró las máquinas autodestructivas de Jean Tinguely). Un autodenominado artista-periodista alegó que embadurnar un pastel en la cara de la virulenta crítica es “un acto de performance político” y lo justificó por ser la empastelada “una persona que abiertamente se ha manifestado contra muchas causas sociales y ha demostrado nula empatía con crímenes como los de Ayotzinapa aprovechándose de sus plataformas mediáticas, por tanto, históricamente el final para dichos villanos ha sido el pastelazo”.

La violencia estólida y supuestamente cómica campea en actos como las agresiones con pasteles. Quizá estos exabruptos correspondan al tenebroso reflejo de una sociedad cada día más dispuesta a embadurnarse con la sangre de los otros para materializar sus condenas.