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Para llegar con las maestras mezcaleras de Santiago Matatlán tenemos que sortear una escarpada subida en el cerro y agradecer a Dios, los duendes y la tierra, pero no hay ningún problema en esta ocasión porque Félix Hérnández Monterrosa mete primera y el vocho supera las piedras sueltas, mientras que Gloria, Beatriz y Hortensia nos esperan confiadas porque saben que cumplen siempre en su palenque con la ofrenda del mezcalito, los dulces y cigarritos para que aquellos y aquella nos den el debido permiso y podamos acceder a la cumbre donde se mira la inmensidad.
Las tres rondan los sesenta, las tres son viudas, las tres saben todo del mezcal. Pero, principalmente, las tres cuentan la historia de la bebida desde su identidad de mujer y su vida comunitaria o, mejor aún, a partir de la integridad que les da su lengua zapoteca —aunque hablen español—, sin neologismos citadinos, rompiendo los nuevos mitos urbanos, deshaciendo en pedacitos el neoconocimiento erudito de los destilados y los agaves, para asombrarnos con sus certeras e inderrumbables creencias y también con sus indiscreciones, por qué no.
Solo bastó recorrer en una hora los 50 kilómetros que separan la ciudad de Oaxaca y esta comunidad, donde del 22 al 27 de julio se vivirá La Gran Fiesta del Mezcal y Feria Anual 2022 Santiago Apóstol, para hacernos esbozar una sonrisa incrédula al recordar a los expertos, las ferias mezcaleras oficiales y el mercadeo internacional: visto desde una población productora, definitivamente el mezcal no es lo que en estos tres ámbitos nos están contando.
De que existen las maestras mezcaleras, existen. Aquí en Matatlán habemos muchas, nosotras tres no somos las únicas, cuenta Gloria Santiago Romero en su palenque que lleva el nombre zapoteco de Mashcali —‘Mezcalito’ en español—, en el caso de las que estamos aquí somos viudas y nos enfrentamos a este trabajo por la falta de nuestros esposos, pero hablando de las que tienen maridos, también son maestras mezcaleras: están detrás de ellos. Todas participamos aquí en el mezcal desde niñas, refuerza.
Oyéndola hablar ahí sentada a un lado de la piedra del molino de su palenque, las cuentas mentales nos saltan de inmediato, sobre todo porque en Santiago Matatlán existen unas 200 fábricas de mezcal y en los años ochenta hubo unas 500, según nos cuentan, un número que tampoco es un mito, pues se comprueba fácilmente en el breve recorrido que realizamos en el volcho durante la mañana desde la desviación a Mitla y dentro de Matatlán mismo, con la aparición una tras otra de aquellas, así como cuando se descubren con la suerte de reportero detalles como que desde Zoquiapam, Sierra Juárez, llegan aquí, un día sí y otro no, en viajes de doce horas la vuelta, incluyendo tres de carga, los camiones llenos de madera plagada, los desperdicios del bosque, aquellos que ya no tienen ningún uso más que para leña de los palenques, en este caso.
En un abrir y cerrar de ojos nos damos cuenta que estas mujeres crecieron y vivieron en un palenque. Nacida en 1958, a los ocho años, Gloria jugaba en el horno de maguey, también a ir al chorrito a probar el mezcal calientito cuando salía de la destilación, y a los 12 comenzó a participar en forma en la producción sembrando maguey de quiote.
Por un problema familiar, a los 20 años, siendo ella la mayor, junto con su hermana y su mamá enfrentó la necesidad de trabajar en el palenque. A los 25 se casó, tuvo tres hijos y a los 30 enviudó. Hoy representa a la tercera generación mezcalera de su famila y cuenta ya con su marca Mashcali, es la heredera del papá de su abuela Antonia Hernández, quien destilaba mezcal ancestral en ollitas de barro en un arroyito que está a un lado de la presa de la comunidad, donde aún se encuentran los vestigios en la cantera. Vivió épocas duras, tiempos en que la bebida acaso les daba para comer, como en el año 1978, cuando se trabajaba día y noche en el palenque y su familia habitaba en un cuarto que era dormitorio y cocina a la vez, con fogón y desayuno de café, tortillas del comal y salsita, y queso ocasionalmente.
Se dio cuenta que en el año 2000, cuando entró Vicente Fox de presidente, el mezcal de Matatlán comenzó a exportarse y a conocerse poco a poquito, y que entre el 2010 y el 2012 se empezó a hablar del mezcal tradicional. “En Matatlán somos como una familia, aunque a veces hay envidia, aquí nos impulsamos, nos damos cuenta que es como la bolsa de valores, que sube y baja la bebida, nos comunicamos entre sí, y nos fuimos enterando que iba subiendo de categoría, que estaban reconociendo la calidad, que aquí siempre ha sido buena, excelente, nada más que no era reconocida”.
—¿Y usted también tomaba chorrito de mezcal?
—No tomaba, sigo tomando— responde ahora Beatriz Juárez Hernández, otra maestra mezcalera matateca.
Ella refrenda todavía más allá la existencia y preminencia de las maestras mezcaleras en Santiago Matatlán. Nacida en San Juan Guegoyachi, San Pedro Totolápam, y con ascendencia materna mixteca, pero matateca por elección y sentimiento, sabe tapar y destapar, revolver las tinas, darle punto al horno, formular el mezcal, rasurar maguey: “le saco el trabajo que quiera”, reta.
Con 61 años en la actualidad, relata que con su esposo comenzó a trabajar el mezcal en 1984, aunque fue en 1990 cuando tuvo palenque propio: Los Leones, se llama, porque León fue el nombre de su esposo y también lo es el de su nieto. A partir de 2018 le empezó a ir bien. Aunque no tiene marca de su bebida aún, espera que en este año la logre, y mientras, produce y entrega para que los comercializadores envasen y exporten. Eso le deja para comer y para tener una vida más o menos, dice.
Hortensia Hernández Martínez es la más joven de estas tres maestras mezcaleras. Tiene 56 años, inició en el oficio a los 19 y enviudó hace dos. Ella y su esposo venían del mezcal y decidieron hacer junto el mismo trabajo.
—¿También le entrabas a los chorritos de mezcal calientito desde niña?
—De niña no, ahorita sí, pero de niña no.
Su palenque se llama La Curva porque está en una curva de la carretera. Ella y su esposo lo pusieron hace 20 años. Recuerda que en 1985 cayó muchísimo la venta de mezcal y todos se fueron a trabajar a Estados Unidos, pero que “hace 15 años comenzó a agarrar la fama y hace cinco empezamos a destilar los agaves silvestres, porque antes era puro espadín: yo tengo tobalá, cuishe, ensamble de dos, de tres y de cuatro, y también jabalí, que es el más laborioso, pues se destila tres veces”.
De que existen los duendes, existen. Quien no lo crea, mejor que no tome mezcal de Santiago Matatlán. Al escuchar las historias, entendemos que estamos aquí solo porque ellos nos dieron permiso. Nos damos cuenta que accedimos a un mundo de cerros y parajes de nombres zapotecos, de maestras mezcaleras que piensan y hablan en esa lengua, que así se consultan entre ellas al tiempo que transitan al español para entendernos, pero que no la escriben.
Nadie duda de los duendes. Ni nosotros en este momento, cómo hacerlo teniendo en lontananza al cerro de las Nueve Puntas y bajo los pies una calle que es de lajas y flora silvestre, respirando este aire que es soplo, ánima que nos transpira.
Cuando Gloria hizo su casa y palenque trajo copal, dulces, chocolate, mezcalito, cigarros, y ella y su familia hicieron un hoyito en la tierra y enterraron todo para pedir permiso dando gracias a Dios, los duendes y la tierra. “Los duendes siempre han existido y cuando no quieren que uno haga algo, no dejan. Por ejemplo, si se levanta una barda, al otro día está tirada. Hay que pedirles permiso echándole sus dulces, su comida, sus chocolates, sus panes, para poder seguir con el trabajo. Estando en paz con los duendes ya no pasa nada”.
Sí, los duendes, de que existen, existen. “A mi yerno, cuenta Beatriz, le tocó ver que a un caballo que escapó y se fue al campo, le hicieron trencitas finitas, finitas, tanto que no podían deshacérselas. Y si se llevan a una niña, igual le hacen trencitas, pero unas trencitas tan finitas que nadie las puede desatar y es mejor pelar a las personas”. También, “si usted barre en la noche, ellos hacen sus montoncitos de tierra, porque así juegan, y luego amanecen las marcas de los piecitos chiquitos, como con brillo, como si fuera escarcha”.
Aunque en Santiago Matatlán lo que no han podido evitar ni los duendes es que se presenten algunas prácticas que asombran: convertir el mezcal en brandy, por ejemplo.
A finales de los años setenta, mi papá llevaba mezcal a la casa Pedro Domecq, cuando esta hacía un buen brandy; y no solamente él, sino todos los que tenían carro, quienes juntaban la bebida de los palenqueros y la llevaban allá, donde la envasaban como brandy, cuenta Gloria y cierra la plática, sabedora de su indiscreción.
Una indiscreción que se agradece, igual que la botella de 750 mililitros de espadín de 45 grados que pone en nuestras manos: el mashcali que nos hará viajar lejos, a la inmensidad, donde el mezcalito es mujer, lengua zapoteca, identidad, comunidad.
2 Comentario
Plácido Hernández
Todo oficio que se hace con pasión y amor, trasciende y deja un legado para las futuras generaciones. En buena hora!!!
Rocío Jiménez
Dios bendiga la vida de las hermosas maestras mezcaleras como lo son doña Gloria…doña Bety y doña Tencha !!! Y multiplique el fruto de su trabajo… difícil pero ellas siguen adelante demostrando no ser el sexo débil!
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