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Lagos de Moreno: semiótica del crimen

Fernando Solana Olivares

Todo crimen es un signo. Todo signo-crimen incluye un mensaje. A pesar de su atrocidad sigue una lógica y obedece a una intención comunicativa de fuerza, violencia y dominio. Insufla terror a la sociedad en su conjunto. La intimida y paraliza con su carga psíquica y emocional. En su aparente irracionalidad el signo-crimen muestra los alcances de un poder estructurado que va más allá del crimen mismo y del espanto que provoca. La semiótica del crimen simboliza la vulnerabilidad de la víctima y la potencia del victimario. Rompe todo límite moral y abroga toda limitación pública. Su escalofriante origen es el mal.

       Desde la antigüedad la decapitación de los enemigos se originaba en una creencia y contenía un ritual: la cabeza es el sitio de la mente y su destrucción representa un castigo mayor que además de la muerte contiene una mutilación. Ese tipo de ejecuciones —expresión extrema de una violencia que siembra el terror, como lo considera la criminología—, resurgió en México a partir de 2006. A partir de entonces el sadismo del narcotráfico y sus atroces actos (desmembramientos, disolución en ácido, etc.) han crecido sin cesar. De igual manera el miedo que suscitan y su patológico atrevimiento criminal. Las redes difunden imágenes intimidantes de ejércitos armados que a cualquiera amenazan. Así exhiben la inoperancia del Estado y sus instituciones de seguridad, la impunidad sistémica y la putrefacción del aparato de justicia, el agotamiento del contrato social. Un reto histórico donde aquel monopolio legítimo de la violencia que caracterizaba al Estado parece haberle sido arrebatado en una batalla que hasta hoy va perdiendo fatalmente.

       El viernes 11 de agosto cinco jóvenes amigos desde la infancia fueron a pasear a la feria anual de Lagos de Moreno, su lugar de nacimiento. Después acudieron a una cancha deportiva en el barrio de San Miguel que frecuentaban desde pequeños. A las 22:55 uno de ellos mandó un mensaje a su casa para avisar que pronto llegarían. Nunca lo hicieron. Versiones periodísticas consignan que más de una decena de hombres armados descendieron de dos camionetas para amagarlos llevándoselos consigo. Entonces se evaporaron.

       A sus veintidós años Dante Cedillo Hernández amaba el ciclismo. Había ganado múltiples copas nacionales y estatales y dos medallas de oro en la Olimpiada Nacional. Trabajaba en un restaurante y planeaba montar un negocio propio. Diego Alberto Lara Santoyo, de veinte años, era aprendiz de herrero en el negocio de su padre. La madre lo describe como un chico muy alegre y bromista consumado. Jaime Adolfo Martínez Miranda tenía veintiún años y trabajaba como albañil. Era el más pequeño entre sus hermanos. Amaba bailar y su alegría iluminaba a quienes lo rodeaban. Roberto Olmedo Cuéllar, de veinte años, El Cochi, como lo conocían la familia y los amigos, estudiaba ingeniería industrial en la Universidad de Guadalajara. Era un buen estudiante que salía poco de casa. Aquel paseo con los viejos amigos no era para él una práctica usual. Uriel Galván González, de diecinueve años, compartía con El Cochi la afición por el boxeo. Frecuentaba el gimnasio y tenía planes para continuar entrenándose y tal vez debutar como aficionado. Los cinco provenían de familias estructuradas y trabajadoras. Eran jóvenes sanos y normales, queridos en su entorno y a veces irreflexivos por la edad. Su biografía apenas comenzaba, era un mero proyecto todavía. 

       Nada preludiaría su atroz destino —ese paso repentino de la felicidad a la infelicidad— acaso sellado por la sentencia latina: “La necesidad tiene más fuerza que el afecto”.  De las hipótesis iniciales sobre su desaparición: un altercado en la feria con quienes no debieron tenerlo o una imprudente visita a algún antro narco, la resonancia mediática que a nivel nacional y luego internacional alcanzó el secuestro de los cinco jóvenes —una resonancia promovida por familiares y amigos ante la parálisis de las autoridades municipales, la insensible indiferencia crónica del gobernador del estado y la lentitud y posterior desbarre del presidente de la república—, hizo surgir otras conjeturas a partir de fotos y videos publicados en redes sociales. 

       Desde 2015 el Cartel Jalisco Nueva Generación —hegemónico en Lagos de Moreno, un sitio estratégico como frontera y cruce de caminos entre el norte y el centro del país—, involucrado en una brutal guerra contra el Cartel de Sinaloa en la expansión de su narcoimperio, ha venido secuestrando jóvenes para incorporarlos forzadamente a sus filas y levantar una barrera armada frente a sus enemigos. Ante la alta letalidad de la guerra narca ya no bastan atractivos económicos que atraigan voluntarios suficientes a los ejércitos criminales, así siga habiéndolos a disminuida escala en sitios como Lagos, un epicentro de las desapariciones donde los jóvenes mayoritariamente sólo tienen tres alternativas: emigrar a Estados Unidos como lo han hecho por generaciones, malvivir del comercio informal o integrarse a las redes del crimen organizado. Ahora son salvajemente obligados a ello mediante levas despiadadas que desde la revolución mexicana, cuando sucedían en un proceso político radicalmente distinto a las grotescas aberraciones de estos días aciagos, no habían vuelto a verse en el país.

       A diferencia de aquel mal que Hannah Arendt definió como banal por su origen burocrático, llevado a cabo por gente común y corriente, el que hoy practican las organizaciones criminales como el CJNG va más allá de la adjetivación. Es un Mal con mayúscula surgido de un orden subhumano e infernal. Fotografías circuladas en redes sociales exhiben los rostros tumefactos y sanguinolentos de Dante, Diego, Jaime, Roberto y Uriel después de ser salvajemente golpeados. Se menciona también la existencia del video de un horripilante rito de iniciación donde uno de los cinco amigos es obligado a asesinar a otro. Ritos de pasaje infernales y deshumanizantes, como la ingesta de carne humana confesada por los pocos que han podido escapar de tales barbaries.

       A partir de los estratosféricos ingresos que el fentanilo ha generado al crimen organizado, mucho mayores que los del tráfico de cocaína y otras drogas, su capacidad de fuego y corrupción han crecido aún más (dichos ingresos, en opinión del especialista David Saucedo, “les da la capacidad de poder enfrentar y quizás derrotar” al poder institucional). El Estado mexicano ha perdido amplias zonas de la geografía nacional a manos del narco, que subordina autoridades y fuerzas policiacas, financia candidaturas políticas e impone a la sociedad su amarga y criminal voluntad. 

       La estrategia de seguridad no funciona y debe cambiarse con urgencia. Aumentar el gasto público que se destina a ella y administrar su aplicación correcta, mejorar sensiblemente los salarios y la preparación de las fuerzas del orden —Guardia Nacional, Ejército y Marina, policías estatales y municipales—, legalizar drogas blandas como la mariguana y, guste o no a la actual administración que enfrenta un problema de varias décadas el cual pareciera no querer asumir como propio con la retórica coartada de que “nosotros no somos iguales”, debe articularse un esquema punitivo y de inteligencia preventiva que deje de dar abrazos y responda a balazos cuando deba hacerlo, sin descuidar las causas de esta situación pero sin hacer caso omiso de sus efectos. Las guerras se ganan en las batallas y esta hace muchos años que comenzó. 

       Cuando un orden civilizatorio se desploma y el nuevo que lo reemplazará no ha surgido, son los pequeños formatos en los que se encontrarán las soluciones. Familias, escuelas, iglesias, clubes, grupos de amigos, organizaciones civiles y cualquier otra instancia de reflexión comprometida deben enfrentarse al miedo y al silencio, a la resignación civil, a la parálisis social, a la inoperancia del Estado y los partidos políticos, a la indolencia suicida frente el horror de estos días. Lo que se nombra se comprende, lo que se comprende se razona, lo que se discute entre varios construye comunidad. Si el diálogo es el arte de mirar juntos, esta desalmada circunstancia que atañe y amenaza a la sociedad en su conjunto debe enfrentarse como una problemática común. Dice una antigua oración que el mal se derrota ayudándonos siempre y dondequiera a recordarnos de nosotros mismos, a recordarnos siempre de nuestra humanidad. 

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