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The Elephant Man (David Lynch, 1980) fue una de las primeras películas vistas con plena consciencia, que forman parte de aquellos primeros momentos donde se siente atracción por algo, aunque los recuerdos ahora, resultan fragmentados. Tal vez influyó el vestuario de Joseph Merrick (John Hurt), con un costal cubriendo su cabeza, o la atmósfera sombría acentuada por la calidad del VHS y el aire polvoriento cargado de humo fabril de aquel Londres del siglo XIX. Con el tiempo, se comprendió que Lynch exploró las posibilidades de capturar la esencia de una ciudad, otorgándole protagonismo y provocando un impacto emocional.
Lynch ha comentado en algunas entrevistas que estados como la depresión y el odio bloquean la creatividad, pero es precisamente desde esa latitud donde su cine toma forma. Su universo se construye con elementos, que permanecen en el imaginario colectivo, porque presentan mundos reducidos, donde los más relevante es aquel ambiente improbable e incómodo.
Eso contrasta con la tendencia actual de valorar el realismo en el diseño de producción para reconstrucciones históricas. Aunque en ocasiones no se presenta la totalidad de un entorno o época específica, puede alcanzarse su abstracción, lo que posiblemente vincula su cine con un descubrimiento e interés por su materialidad. Las fábricas aparecen desde el exterior, emitiendo sonidos ásperos y mecánicos, mientras los gases se dispersan en los tubos de las fábricas, sin revelar la actividad interna. Esto transmite una sensación de encierro, una rutina inalterable, reflejo de una ciudad industrializada y contaminada.
Cada director es recordado por su “estilo”, sus colores o la carga emotiva que logra transmitir sin dificultad. Lynch consolidó una identidad temprana, estableciendo una autoría reconocible que, con el tiempo, se etiquetó bajo el término de “Lyncheano”.
Desde la perspectiva como espectador, resulta fascinante aquello que resiste el paso del tiempo. Son pocas las películas que, tras los años, conservan la capacidad de generar el mismo impacto que en su primer visionado. El público cambia constantemente, por lo que establecer jerarquías entre lo bueno y lo malo es un error. Nunca se sabe cuándo una película puede revelar algo de lo que se creía superado. Curiosamente, volver a ver The Elephant Man ha evocado la misma tristeza experimentada en la infancia.
Resulta común leer diferentes textos que abordan al cine de Lynch desde una semiótica, explorando aspectos psicológicos y retóricos que incluyen la fragmentación visual y sucesos que no siempre fijan una horizontalidad. Sin embargo, más allá de estos elementos, y la discusión sobre la representación fiel y digna de Joseph Merrick, también me interesa lo que parece ocultarse: la captura de la emoción humana como algo sencillo y honesto.
The Elephant Man comienza con diligencia hacia la humanización de la madre de Joseph Merrick. El recuerdo que ella dejó en fotografías se presenta a través de un plano detalle de sus ojos, descendiendo hasta sus labios, mientras su retrato enmarcado aparece sobre un fondo completamente obscuro, como si emergiera de una masa negra flotante. Mediante la yuxtaposición y el uso de ralentí, se muestran a varios elefantes caminando, cuyas pisadas resuenan como un martilleo constante. El sonido del viento parece aumentar y disminuir al mismo tiempo. Uno de los elefantes se acerca a la mujer y la golpea con su trompa. Ella, vestida de blanco, cae con un grito silencioso mientras el bramido del animal retumba con furia. La cabeza de la mujer se mueve desesperadamente de un lado a otro antes de que su apariencia se difumine y distorsione. Finalmente, un humo blanco asciende hacia un cielo obscuro, seguido por el llanto de un bebé. Así, se sugiere una posible explicación sobre la condición fisiológica de Joseph Merrick.
Sin embargo, Lynch no utiliza esta introducción de manera efectista ni busca hacerla accesible. Se establecen conexiones abstractas entre el elefante, la noche y la mujer. No sabemos si el sonido proviene de sus pisadas, ni el origen del fuerte viento; tampoco hay rastro del grito de aquella mujer. Sin la menor inocencia, ese espacio genera confusión sobre el verdadero origen del dolor: los ojos de la mujer, la violencia del animal o la imagen que parece un párpado nervioso que no deja de abrirse y cerrarse.
Del mismo modo, en el primer encuentro del doctor Frederick Treves (Anthony Hopkins) con Joseph Merrick, la cámara se detiene y lo sigue hasta sus ojos, involucrando tanto al doctor como al espectador. Es un primer encuentro opuesto al espectáculo circense, basado en la mirada como testigo de lo incierto, un recurso que Lynch emplea para situar a los personajes sin revelar exactamente dónde. Las lágrimas se desbordan del ojo izquierdo del doctor en una expresión contenida, sin palabras, ahogada, similar a aquella mujer cuya presencia no requiere un escándalo para transmitir su impacto.
Con mínimos elementos, Lynch construye un humanismo con una agudeza similar a la mirada de Charlie Chaplin sobre la ciudad moderna en Modern Times (1936) y con la sensibilidad con la que Robert Redford exploró las relaciones familiares en Ordinary People (1980). Si la tristeza puede manifestarse a través de gags o dentro de un núcleo familiar aparentemente superado, es porque, por más simple que parezca, sigue siendo imposible de ocultar o comprender del todo.
Pocas películas logran que el llanto exprese una justedad frente a lo que demanda. Como en la escena inicial, aquí la tristeza no se convierte en espectáculo. Al final, la madre de Merrick aparece en el contorno de una esfera brillante y obscura, y con voz en eco le dice: “Never, oh! Never, nothing will die; the stream flows, the wind blows, the cloud fleets, the heart beats… Nothing will die”. Más que ofrecer respuestas, aquellas palabras dejan una tristeza latente y una impresión de incertidumbre, convirtiendo a los personajes en seres impredecibles, como el mismo humo de la ciudad y el circo, dejando en el aire una pregunta inevitable: ¿qué sigue después de la muerte?