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Por Miguel Martínez

En estas paredes se dibujó la esvástica y se la equiparó con la estrella de David. Una vez
más, la intención obvia era establecer comparaciones entre el Estado de Israel y el Estado
de la Alemania Nazi. Sin embargo, la omisión no tan obvia, al parecer, es que la Estrella de
David ha sido un símbolo de los judíos del mundo mucho antes de que fuera pegada en la
bandera del estado de Israel (al igual que la esvástica era un símbolo religioso de muchas
culturas antes de ser cooptado por los Nazis). La Estrella también es un símbolo que
pertenece a los judíos que se oponen activamente al militarismo israelí. Entonces, ¿por qué
reducirlos a nazis? ¿Por qué equipararse con sus estados-nación? ¿Por qué reproducir la
asimilación de la estrella por parte del Estado israelí?

¿Para un activista comunista la afinidad se reduce al rojo y al amarillo de Mao, cuyo
gobierno provocó que decenas de millones de campesinos murieran de hambre durante la
Revolución Cultural? ¿Se debe comparar a los activistas con el crimen organizado de San
Cristobal de Las Casas porque ambos abogan por delitos violentos contra los turistas?
¿Debería considerarse el deseo de demonizar y destituir a una pequeña minoría de la
población a la par de cualquier otro ejemplo histórico?

Es más, si quienes dicen estar dispuestos y capaces de enfrentar los miedos de la sociedad
(homofobia, transfobia, gordofobia) pueden hacerlo, ¿por qué no empezar con los suyos
propios (xenofobia, gringofobia)? ¿Qué valor tiene condenar los prejuicios de los demás
(racismo, sexismo, capacitismo, clasismo) si la gente se niega a reconocer los propios
(nacionalismo, tokenismo, antisemitismo)?

Esto no es una elección selectiva. Si queremos construir movimientos sociales fuertes que
produzcan un cambio real y creen una solidaridad duradera entre la mayor cantidad de
personas posible, tenemos que entender que todos y cada uno de los errores miopes se
convierten en munición para el Estado, los principales medios de comunicación y los
enemigos políticos. Las preguntas que pocos se atreven a ofrecer es ¿de qué sirve nuestra
resistencia al Estado? ¿Cómo podemos estar tan seguros de que resiste cualquier cosa?

Secuelas
Horas después de que ocurrieron las protestas y las detenciones, el gobernador de Oaxaca,
Salomón Jara, salió al aire: “La lucha racista es repudiable. Ahí tenemos el ejemplo de Hitler, creyó que era una raza superior; yo no sé si estos jóvenes (activistas) sean de una raza superior, los respetamos mucho, pero en Oaxaca no hay razas superiores…”

“Aquí no hay simpatía de la población sobre estas causas. Entonces yo creo que
cada quien sí tiene derecho a manifestarse, a luchar, a defender causas justas, pero
esto no, el odio no es una causa. El odio no tiene cabida en nuestro estado… No el
odio, no el racismo, no la xenofobia”, aseguró.”

Estés o no de acuerdo con sus declaraciones, hay una cosa que hace su enfoque que se
refleja en las acciones de la petite-resistencia. Desvía inmediata y efectivamente la atención
de los problemas subyacentes del sobreturismo, la gentrificación, la pobreza económica, la
corrupción, el nepotismo y la desregulación como problemas sistémicos estructurales.
Genera un interés entre la causa y el oaxaqueño promedio, que dice: “Eso no es lo que
somos”. Más importante aún, él desvía la responsabilidad de su gobierno, de la industria
turística y de los propietarios. Lo hace casi exactamente de la misma manera que lo hacen
los manifestantes identitarianistas: culpando al consumidor e ignorando a los productores,
señalando con el dedo al extranjero y descuidando las condiciones más profundas de la
catástrofe actual.

¿Por qué le resultó tan fácil a Salomón Jara equiparar a estos manifestantes con los nazis?
Dada la breve lista de grafitis y cánticos enumerados anteriormente, no es difícil ver cómo
los manifestantes se entregaron a él en bandeja de plata. Jara no está solo. Desde hace
años, amigos aquí dentro de los movimientos sociales han visto los cambios de “¡Fuera el
Estado!” a “¡Fuera turista!” a “¡Fuera blanco!” De vez en cuando, se inclinan y susurran:
“¿Por qué los morillos suenan como fascistas?” Quizás la verdadera pregunta es ¿por qué
los izquierdistas suponen que son inmunes a una política de odio o al nacionalismo o
autoritarismo, como si esas combinaciones nunca hubieran existido?

Podríamos preguntarnos sobre el teoría de la herradura, la idea de que los “extremos
políticos (como el comunismo y el fascismo) están mucho más cerca entre sí que cualquiera
de ellos del centro político. Podríamos preguntarnos cómo la política de identidad -un
análisis del poder a través de la intersección de identidades- desemboca en el identitarianismo, que es la negativa a comprender el mundo más allá de esas dinámicas de poder. Podríamos preguntarnos si el binomio izquierda-derecha y las ideologías generadas bajo él socavan la posibilidad de un cambio duradero. Podemos preguntarnos si las formas en que respondemos a la crisis no son sólo parte de la crisis, sino ramificaciones de ella.

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