Llegamos justo el 15 de septiembre, en el zócalo nos dicen que son fiestas patrias y que nos vengamos pacá, dice la mujer de origen Venezolano. Su nombre es Lileana, tiene 33 años de edad. Está sentada en el piso junto a sus tres hijos, en medio del patio de un albergue habilitado a un lado de la Iglesia de Felicitas y Perpetuas, en Santa Lucía del Camino, Oaxaca.
El espacio se abrió apenas el jueves 14 del mismo mes como una «solución» que propuso la Defensoría de Derechos Humanos del Pueblo de Oaxaca y las autoridades capitalinas ante la protesta de vecinos de la Libertad que se quejaban de condiciones insalubres por la instalación de migrantes de distintos países de sudamérica en las aceras.
Unas 200 personas hacen escala este día, antes de continuar su ruta hacia Estados Unidos. Es la primera vez que este lugar recibe a personas migrantes. El padre Barragán, responsable del templo, comenta que fue por una solicitud de la Defensora de Derechos Humanos. No habla mucho, solo observa el patio lleno, niñas y niños corriendo por el lugar. En cambio, su asistente Juana Trinidad es más directa: Las autoridades municipales solo cumplieron con comprarles colchonetas, “se quitaron el problema” y se olvidaron de ellos, dice un poco molesta.
“Al día siguiente llegaron unos médicos del los Servicios de Salud, los atendieron, los vacunaron y se fueron, ahora algunos niños tienen reacción, pero ya no hay nadie de ninguna institución que les atienda”
Lileana viaja con su esposo y sus hijos, es de estatura media, su pelo lacio y su voz cálida contrasta en el lugar, un tanto ruidoso. «Ya hemos pasado por varios países: Colombia. Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala y ahora México. Lo más duro ha sido Guatemala ahí no tienen piedad, la policía te muestra en la mano y te dice queremos este billete y si no se los damos, nos bajan del bus y nos hacen caminar. También es verdad, pasamos por la Selva del Darién».
La selva del Darién, entre Colombia y Panamá, es uno de los mayores retos para quienes intentan llegar hasta Estados Unidos, implica caminar poco más de 100 kilómetros. Es el camino de miles de migrantes. Una ruta en la que se exponen a la presencia de grupos criminales, bandas dedicadas al narcotráfico, paramilitares; caminar por esa región, según los mismos testimonios de migrantes, implica riesgos, lesiones por las largas caminatas, fatiga, deshidratación, picaduras de mosquitos o insectos que pueden transmitirles enfermedades como la malaria o el dengue, el consumo de agua contaminada es causa frecuente de molestias estomacales.
“Es una región muy peligrosa, algunos la caminan en un día y medio, nosotros hicimos cuatro días y medio, tienes que parar para tomar fuerza y seguir horas caminando, el río crece, llueve, es una selva en la que se pueden encontrar muertos, hay gente que se queda abandonada, gente obesa que ya no pudo caminar. Ahora nosotros encontramos a un señor ahorcado, dicen que su hija y su esposa murieron ahogados en el río y él se ahorcó. En ese momento tratamos de distraer a los niños para que no vivieran algo traumático. Ellos aguantaron porque ven el río como una diversión”, platica Lileana, su voz asemeja al de una persona mucho mayor curtida por los retos que le ha dado la vida.
En México, dice, los que molestan son los policías o gente vestida con los uniformes. Los de Migración no tanto.
“El bus te deja montar solo cinco o seis familias venezolanas, aunque ayer viajamos como 10 familias y los de Migración los bajaron y se quedaron ahí, tuvieron que venir a pie. Aquí en Oaxaca nos detuvieron como una hora antes de llegar a la ciudad, a algunas personas los bajaron, les llevaron a un lugar y les quitaron 100 o 200 pesos, a los árabes más; mi esposo dice que en ese cuarto había hombres encapuchados…”
Lileana parece un roble, firme en su intención de llegar a Dallas, Texas: en mi país hay trabajo pero lo pagan a la moneda de Venezuela, pero si tu vas a comprar algo te lo piden en dólares, vas a un hospital y no hay insumos. Todo es caro, todo se elevo porque lo dolarizaron, indica con la claridad de seguir hacia su destino donde le espera la familia de su esposo.
En el patio decenas de hombres y mujeres descansan en sus colchonetas, algunos sólo sobre unas sábanas, sus pies y los zuecos «crocs» dan cuenta de las largas caminatas; el ruido de los niños y niñas crece.
«¡Libre soy, libre soy!» canta una niña, juega, sonríe. La pequeña de aproximadamente cinco años disfruta sin imaginar los desafíos que pueda enfrentar, corre naturalmente junta a otra, ambas vestidas con dos largos vestidos de mujeres adultas, rescatado de las donaciones que llegaron a este albergue temporal, que en menos de tres días colapsó ante la falta de agua y alimentos. ¡Libre soy, libre soy! repite.