Por Rodrigo Islas Brito
Eric es un desbarajuste de justicia y buenas causas, una muestra inmejorable de que el algoritmo woke puede llegar a desentrañar en un menjurje de géneros, intenciones y maneras de aleccionar al monstruoso espectador.
Se trata de la nueva presentación estelar de Netflix combatiendo a las enfermedades mentales, de las cuales forma parte como conglomerado del entretenimiento manufacturado como si fueran cacahuates.
La miniserie de seis capítulos, creada por la londinense egresada del realismo proletario de la BBC, Abbi Morgan, y dirigida por una cineasta especializada en series con contenido social, Lucy Forbes, es técnicamente impecable.
La cinefotografía de Benedict Spence es extensa en su look del Nueva York de los ochenta, con claroscuros que parecen surgir del vapor de todo aquello que por abajo de la gran manzana se estaba cocinando en épocas de gentrificación, búsqueda de justicia social y supresión de derechos civiles para la comunidad LGTB.
Verídicas y en ocasiones geniales resultan las actuaciones de un elenco talentoso y variopinto, entre las que destacan el camaleónico y siempre impecable Benedict Cumberbatch, ahora en el mood de un titiritero tipo Plaza Sésamo, que es todo lo malo y tóxico que puede ser un hombre, y una Gabby Hoffman (antigua estrella infantil) ahora enfundada en un papel de madre desesperada que desciende al infierno para encontrar a su hijo, Eric avanza en sus casi seis horas con un formato de producto audiovisual estelar con contenido socialmente responsable, sensible y reivindicativo, producto de los cálculos financieros y de mercado de ese pozo sin fondo del entretenimiento mundial que es hoy el consorcio planetario de la N roja.
En esta historia se habla del racismo, de la corrupción policiaca, de la drogadicción, de los malos padres , de la esquizofrenia, de la explotación de menores de edad, de las mafias políticas e inmobiliarias capaces de desplazar a poblaciones enteras; pero lejos de ser abordadas a cabalidad, tanta problemática social parece ser más que nada un pretexto para dejarle caer al final a la audiencia la más clásica lección moralizante vía un final feliz que parece salido desde la mismísima Rosa de Guadalupe.
Eric es el nombre del monstruo que un niño ve en su padre , pero lejos de explotar esa veta narrativa de inconmensurable reflexión, la nueva adalid del algoritmo de plataforma prefiere convertir a la miniserie en un costal de sentimientos y causas, que al final le sirvan para seguir ampliando su lista de suscriptores que solo consumen lo que Netflix considera que los seguirá haciendo cada vez más productivos.
A diferencia del anterior hit y fenómeno de audiencia de Netflix , con contenido dramático complejo, que fue hace tres semanas Bebé Reno, Eric no duele tanto ni se siente tan empática con sus personajes, a los que más bien quiere encerrar en el infierno para luego sacarles raja.A diferencia de Bebe Reno, en Eric se palma el cálculo, la charada. La venta de un concepto de reivindicación progresista de las causas justas, calzado ahora como nueva hada madrina de los cuentos de hadas, con audiencias a las que no busca hacer más consciente, sino más hipócritas, ingenuas y finalmente dóciles.