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El poder y su escoria

Eduardo Medina Mora se hizo conocido por su labor represiva en el Centro de Investigación y Seguridad Nacional, en la Secretaría de Seguridad Pública y en la Procuraduría General de la República. En 2015 el presidente Enrique Peña Nieto lo impuso como ministro de la Suprema Corte para que se mantuviera en el cargo hasta 2030. Sin embargo, en 2019 Medina Mora se vio obligado a renunciar en medio de investigaciones por corrupción.

Retirado de los foros públicos para escapar a un posible juicio, Medina Mora dejó de ser una dolosa presencia en el poder Judicial, cuyo nombramiento motivó a más de 60 mil personas a firmar una petición para que no se le concediera el cargo, como señaló en 2019, al validar su renuncia, el hoy feroz derechista Emilio Álvarez Icaza.

El ex juez Medina desapareció de la escena pública y no habría por qué recordarlo, salvo porque su hijo, el escritor Nicolás Medina Mora, acaba de publicar una novela en la que se queja de que un juez muy parecido a su padre fue víctima de un “golpe de estado” por parte del presidente Andrés Manuel López Obrador (al que identifica como AMLO).

Hijo del privilegio, el novelista Medina Mora lanza al mercado estadounidense una novela con tinte autobiográfico en la que se hace llamar Sebastián Arteaga y Salazar, descendiente de una linajuda familia virreinal.

Como el novelista Nicolás, el personaje Sebastián —explica la publicidad del libro— “es un junior, hijo de uno de los más poderosos hombres de México, un juez de la suprema corte, quien ha criado al muchacho en un clima de privilegio abrumador, sofocante, rodeado todos los días por guaruras desde sus diez años de edad”. Pese a sus privilegios, o quizá por ellos, “el junior decide convertirse en novelista estadounidense”.

Como buen hijo del privilegio, Medina Mora no quiere ser un escritor mexicano más: quiere ser autor gringo. Aunque titula su novela en español, América del Norte, la escribe en inglés y la publica en Estados Unidos (Soho Press, 2024). Su ambición apunta a convertirse, quizá, en un nuevo Junot Díaz, el admirable novelista dominicano que escribió La breve vida maravillosa de Óscar Wao, libro cuyo comienzo es de gran aliento mítico:

“Dicen que primero vino de África, en los gritos de los esclavos; que fue la perdición de los taínos, apenas un susurro mientras un mundo se extinguía y otro despuntaba; que fue un demonio que irrumpió en la Creación a través del portal de pesadillas que se abrió en las Antillas. Fukú americanus, mejor conocido como fukú —en términos generales, una maldición o condena de algún tipo: en particular, la Maldición y Condena del Nuevo Mundo. También denominado el fukú del Almirante, porque El Almirante fue su partero principal y una de sus principales víctimas europeas. A pesar de haber «descubierto» el Nuevo Mundo, El Almirante murió desgraciado y sifilítico, oyendo (dizque) voces divinas”.

A Medina Mora el aliento mítico no se le da. Su principio es más bien de crónica, pues su novela está plagada de breves ensayos que se alternan con su autobiografía encubierta, la cual atribuye al ficticio Arteaga y Salazar. Su estilo tiene la eficiencia del periodismo. Lo traduzco de su acicalado inglés, adquirido en Yale y en el Iowa Writers’ Workshop:

“Como los españoles antes que ellos, los estadounidenses atracaron en Veracruz y marcharon al oriente, lejos de las fiebres maláricas de Tierra Caliente y cuesta arriba por las afiladas laderas de la Sierra Madre, dejando atrás agaves taciturnos y firmes oyameles y las cegadoras cumbres de volcanes semi apagados, hasta que alcanzaron el alto valle donde el aire se adelgazó y aclaró y la luz blanca del sol otoñal caía vertical e inmisericorde sobre la mal defendida capital, proyectando sombras angulares en las barricadas donde los restos de un ejército de conscriptos descalzos esperaba sus momentos finales, mitigando el terror con licores y juegos de naipes, juntando piedras para arrojarlas cuando sus obsoletos mosquetes se quedaran sin munición, no tan resueltos como resignados a morir en la fútil oposición a un enemigo destinado a regir el continente”.

Lo servil de este inicio —a diferencia del mítico apunte con que Junot Díaz comienza su novela— no debiera extrañar en un hijo del privilegio, cuya familia por sistema daña a México porque considera al pueblo mexicano presa natural del yanqui y otros depredadores. Desde Santa Anna, los análogos a Medina Mora están dispuestos a aplaudir al invasor que profana con su planta el suelo mexicano. (El autor Medina busca que lo compren los rubios, no los prietos barridos en Chapultepec por aquéllos).

Medina Mora pretende abarcar la vasta historia mexicana, pero termina por centrarse en anécdotas de cómo su familia perdió algunos de sus incontables privilegios. Comenta el reseñista Nick Burns en Americas Quarterly que “en el contexto mexicano, Sebastián siente desprecio por la visión política de héroes-y-villanos que atribuye a AMLO, pero este progresismo estilo EEUU a menudo toma una forma similarmente moralista. Sebastián ve que ‘la política que adquirí en EEUU’ debiera conducirlo a compartir la antipatía por la elite de México, incluyendo a su padre, pero toma el carril opuesto, calificando la renuncia de su padre a la Suprema Corte como ‘un golpe blando constitucional’ de AMLO”.

Otro reseñista de la novela, Zachary Lazar, en el New York Times, hace énfasis en la demencial forma de vida del personaje de ficción, el cual es réplica del joven Medina Mora: “Como narrador, Sebastián parece pensar que su ambivalencia hacia el privilegio es lo que mayormente debiera ser su historia: ‘Por el tiempo en que mi padre se convirtió en procurador general tenía 20 guardaespaldas. Cuando salíamos en familia íbamos rodeados por dos docenas de hombres, diez rifles de asalto y varias granadas vivientes’”. (Esto último ha de ser una fallida traducción al inglés del término “granaderos”.)

Añade el comentarista Lazar: “Me pregunto cómo se sintió tener esa clase de protección y vivir en tan rarificado mundo. Sebastián nunca explora realmente esto, ni se adentra demasiado en el papel de su padre en la guerra contra las drogas, aunque la herencia de su familia (es un descendiente de los conquistadores) sí le preocupa”.

Al final, Sebastián Arteaga y Salazar culmina la historia de México con su propia, triste vida en la que le niegan una visa para residir en EEUU, lo cual le impide convertirse en un gran novelista “americano”. Arteaga no entiende por qué lo confunden con un mexicano común, al grado de negarle permiso de residencia en el país que anhela. Esa negativa la resiente en su realidad el también redactor de la revista Nexos, la corrupta empresa mexicana en la que se ve forzado a trabajar, cuando él querría ficharse en Granta.

Hace una semana, en su columna para Morfema Cero, Fernando Solana Olivares imprecó a la miserable derecha mexicana al señalar que sus intelectuales y voceros, por practicar el pensamiento ilusorio, creen que “el criterio de verdad está dado por el sujeto que hace la afirmación”.

La novela de Medina Mora, con sus pretensiones de explicar el destino de México como la derrota de una casta privilegiada, reincide en esa deplorable costumbre del poder perdido y del joder gratuito. Como señaló Fernando Solana: “Cuando se habita en una dimensión mental imaginaria que reduce la compleja naturaleza de una sociedad y de un país a lo que se cree o se desea, la percepción de la realidad colapsa porque se cancela el hecho mismo, la verdadera naturaleza de las cosas”.

El hijo del siniestro magistrado que renunció, pretende que el lector simpatice con él por ser un ciudadano blanco que reniega de su feo país criollo, y sueña ser aclamado como un nuevo Junot Díaz. No entiende que el novelista dominicano logró una obra mayor porque sus personajes son personas que, pese a amar a su tierra natal, se vieron forzadas a huir de ella y sufren exterminio por negarse a reverenciar a ese poder brutal del que los Medina Mora son beneficiarios y tercos propagandistas.

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