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Por Alvar González
¿Por qué siempre tiene que suceder algo en una película? Esta pregunta parece ser el núcleo de la problemática en películas como Nuestro tiempo (Carlos Reygadas, 2018) y La flor (Mariano Llinás, 2018), donde, antes de considerar una historia, se examina el proceso narrativo mismo. Estos cineastas se enfocan en el soporte de la narración y no en la relación imagen-texto. Para ellos, la vida y el cine se corresponden a través del artificio. En contraste, en la película más reciente de Tatiana Huezo, El eco (2023), se percibe una visión ya conocida: observar la vida a través del cine, y no al revés. El título de la película puede interpretarse de varias maneras: como algo que comienza y se repite hasta volverse imperceptible, o como un reflejo de las historias locales, las actividades rurales y la cercanía comunal. Bajo esta premisa, la película aborda dos aspectos: la historia de las pequeñas cosas y la relación de sus imágenes con el concepto de cotidianidad.
La filmografía de Huezo empieza a definir un “estilo” con El lugar más pequeño (2011), donde utiliza el documental para transmitir un discurso que, en lugar de poner al interlocutor de perfil, juega con su entorno en distintas tomas aleatorias. Tempestad (2016),su segundo largometraje, consolida esta impresión inicial al continuar con un discurso de denuncia social, donde la idea fundamental es visibilizar los rostros de las víctimas en distintos entornos naturales, vinculando crítica y visualidad. Noche de fuego (2021), marca el primer paso hacia la ficción y explora el malestar de una población desde la perspectiva infantil. Durante los primeros momentos del transcurso de El eco, se rememora su trayectoria. Las tomas iniciales muestran un día completo en la vida de una familia, con actividades que incluyen la ayuda con una oveja atrapada en un charco, la preparación de alimentos en la cocina, una niña que juega a ser profesora, un niño que corre y abraza un pato, dos niños que observan las nubes y leen sus formas, una niña que se interesa por el matrimonio joven de su madre, hasta la espera de unos niños por su padre al final de la jornada laboral.
Como mencionó la directora en una entrevista, su enfoque es permitir que la cámara registre y que el flujo siga su curso, buscando captar la simplicidad de lo cotidiano. Sin embargo, esta idea parece ser problemática, ya que, además de que lo cotidiano se ha vuelto cada vez más presente como una moda, tanto cineastas consolidados como estudiantes buscan relacionarlo con lo documental, lo anecdótico, lo familiar, lo social e incluso el registro mínimo en que el cine experimental desea resaltar el detalle de las cosas, sea su forma o color.
En El eco, lo que se identifica como cotidianidad se transforma en una acción culminante y no abre la posibilidad de continuidad, como en la secuencia en la que la madre narra una historia sobre brujas, el único momento en el que se dedica tiempo suficiente para escuchar una anécdota. Mientras las hijas prestan atención, la cámara se mueve sigilosamente alrededor de cada rostro, utilizando un recurso ampliamente explorado que busca establecer una relación entre lo que se dice y lo que se reacciona. En La flor y en Nuestro tiempo, por ejemplo, lo que se observa parece ser el final o el principio de un acontecimiento; nunca se revela la acción principal. Se muestra todo lo que sucede antes o después del concepto de «película», o se presenta lo que se observa y no interesa, lo que aburre, lo que deja pasar el tiempo sin que ocurra nada.
El eco, además de referirse al propio lugar, representa un espacio vasto: la naturaleza, la montaña, el ojo de agua, los gritos de los niños y el sonido del trabajo, como el machete perfilando las ramas de los árboles. La película invita a relacionar este nombre con su coherencia formal. La niñez en la película es colectiva y llena de energía, reflejando una resistencia a la soledad; un recurso que algunos cineastas aprovechan, porque incluso trabajar con el silencio significa conocer ampliamente al propio sonido.
El entrenamiento visual de Tatiana Huezo se enfoca en observar lo cotidiano sin llegar a una contemplación de las cosas. Ella transforma esos momentos en retratos y paisajes, es decir, registra el tiempo sin retenerlo, capturando las horas óptimas del clima, desde la claridad hasta la obscuridad, y mostrando la belleza de sus personajes de la manera más discreta posible. Su habilidad para capturar la conexión entre los seres humanos y la naturaleza es comparable a la apertura y cierre de un escenario, donde el eco parece ser algo que se guarda celosamente. Esto hace que el tiempo se perciba en momentos breves, en lugar de un sentimiento basado en la experiencia. De esta manera, el espectador se encuentra en el mismo lugar en el que comenzó, alejado de formar parte de aquella familia y comunidad.