Charlie A. Secas
OAXACA, Oax. El leopardo sheeta dejó de ser, hace pocos años, el animal más rápido del mundo. Ahora su destreza parece poco con la velocidad que tenemos para recibir información. Podemos viajar de continente en menos de 24 horas. Dormir en una ciudad y despertar, después de recorrer más de 500 kilómetros en una noche, en otra ciudad, igual de ajena y contradictoria.
Los autos son cada día más veloces; los amores más instantáneos que una sopa maruchan.
De hecho estas palabras surgieron de las prisas, de querer hacer tanto, que no hago casi nada. Y de tantos compromisos estas palabras están llenos de jadeos.
¿Y contra la velocidad qué nos queda?
Ir más despacio no es la solución. El mundo gira y podemos quedarnos más solos que un adolescente sin wi fi.
El derrotero del hombre se mide ahora por km/hora. Pero esto no es noticia nueva. Mallarmé afirmaba que el poeta «era la voz de la tribu». Y de esta tribu acelerada hay un poeta entrañable.
Oliverio Girondo, argentino que nació a finales del siglo XIX y creció en los principios del siglo XX, observó, como vidente, los derroteros de la velocidad en ese hombre que se llamaba entonces moderno. Escribió una veintena de poemas que publicó en una humilde edición.
Este poemario se tituló Veinte poemas para leer en tranvía.
Estos, sus primeros poemas, llenos de color e ironía, superan el simple apunte pintoresco y constituyen una exaltación del cosmopolitismo y de la nueva vida urbana e intentan una crítica de costumbres. Para ejemplo:
Apunte callejero
En la terraza de un café hay una familia gris. Pasan unos
senos bizcos buscando una sonrisa sobre las mesas. El ruido
de los automóviles destiñe las hojas de los árboles. En un
quinto piso alguien se crucifica al abrir de par en par una
ventana.
Pienso en dónde guardaré los quioscos, los faroles, los transeúntes,
que se me entran por las pupilas. Me siento tan lleno
que tengo miedo de estallar… Necesitaría dejar algún lastre
sobre la vereda…
Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y de
pronto, se arroja sobre las ruedas de un tranvía.
Si, vamos tan rápido que nuestra sombra, a veces nos pierde de vista. Pero entonces nosotros, hombres de un siglo después, necesitamos más que nunca esta veintena de poemas, en nuestro bolsillo, en nuestra tableta. Mientras el mundo gira en el tranvía contemporáneo del twitter y Facebook,, Oliverio nos regala un asidero, el cinturón de seguridad de la montaña rusa con versos como este:
Otro Nocturno
¿Por qué, a veces, sentiremos una tristeza parecida a la de
un par de medias tirado en u rincón?, y ¿por qué, a veces,
nos interesará tanto el partido de pelota que el eco de nuestros
pasos juega en la pared?
Noches en las que nos disimulamos bajo la sombra de los
árboles, de miedo de que las casas se despierten de pronto y
nos vean pasar, y en las que el último consuelo es la seguridad
de que nuestra cama nos espera, con las velas tendidas hacia
un país mejor.
Tal vez, usted está leyendo esto en la comodidad de su sillón, o en folclore del transporte urbano, o en los periplos de los mototaxis.
Para estos momentos le sugiero que lleve junto a la tarjeta de circular, o junto al control remoto de su televisión, un ejemplar de veinte poemas para viajar en tranvía.
Y tal vez pueda que la velocidad, de este mundo vertiginoso, se reduce para tal vez observar el otoño a través de la ventana de su oficina, de su auto, o en la pantalla de su tableta.
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