A lo largo de nuestro recorrido biográfico, muchas mujeres crecimos con la idea de que ser mujer era sinónimo de ser madre. La moral hegemónica nos dictó desde pequeñas la maternidad como un mandato que, a medida que fuimos creciendo, acomodamos a nuestra vida a partir de las experiencias propias y posibilidades vitales. Para muchas mujeres la maternidad no es un tema que deba discutirse, pues se asume como parte de la identidad en tanto mujeres, por ello la complejidad, porque aparentemente cuestionarse y decidir es un privilegio a las que pocas mujeres pueden acceder en un país donde la educación sexual continúa siendo un tabú en las familias y escuelas, donde las políticas encaminadas a la reducción de embarazos adolescentes no deseados son un fracaso, donde muchas mujeres son madres como resultado de la prohibición del aborto, de una relación violenta, de una violación, o como consecuencia de una sociedad precarizada.
En este contexto, desear y decidir libremente es una prerrogativa que pocas mujeres pueden tener. Las que deciden ser madres se enfrentan a una serie de contradicciones de nuestro tiempo y de una sociedad que impone patrones sacrificiales para ser una buena madre, aunque hay algunas (las menos) que han podido romper con estos moldes y han optado por replantearse una maternidad sin tanto drama y dolor.
Por otra parte, las no madres, es decir, las que nunca fueron madres, o las que están en edad reproductiva y no quieren ser madres (15% en México según datos de ENADID-INEGI 2006), representan dentro del orden simbólico lo otro dentro de la misma otredad, una especie rara que resulta desconcertante, sospechosa y amenazante al cumplimiento del orden femenino.
Enunciar el deseo de no ser madre puede provocar expresiones hirientes y hostiles, como la expresión “quien no engendra hijos, engendra tumores”. La decisión se somete a la aprobación de una moral patriarcal que juzga las como egoístas, inmaduras, comodinas, condenadas a vivir con culpa y en soledad.
Optar por la no maternidad es una decisión compleja que no se da de un día para otro, que se construye a partir de lo que se piensa, se siente y de cómo se percibe y se quiere interactuar con el mundo. No significa ser mejor o peor persona, como tampoco garantiza la plenitud. Pero cuando la decisión de no ser madre se enuncia abiertamente (consciente o inconscientemente) convierte a éstas en mujeres disidentes de una identidad femenina, poniendo en entredicho un orden simbólico con efectos políticos.
Con simbólicas quiero decir que, las mujeres que no habitan una identidad de maternazgo, no comparten los rituales que marcan los hitos de la mayoría de las mexicanas: el baby shower, el primer parto, la fiesta de presentación, los festivales del día de la madre, etcétera. Rituales que tienen el poder de conferir sentido social a la vida de muchas mujeres. Esto desde luego no significa que las no madres no construyan sus propios rituales, ni que el sentido social quede anulado, y mucho menos que deban ser sujetas de lástima.
Por otra parte, nombrar la decisión o ponerlo en la mesa para generar diálogos o incluso polémica se vuelve un tema político que favorece la tolerancia y el respeto hacia la diversidad de las mujeres, y se vindica al mismo tiempo el derecho a decidir sobre la consciencia, el cuerpo, los tiempos y los espacios de libertad. El día en que la sociedad acepte que la maternidad puede decidirse, las mujeres viviremos mejor, con menos miedo, con menos culpa y con mayor autoestima.
La no maternidad es una tendencia -no una moda como dicen algunas revistas- porque siempre ha existido. Tampoco es producto del individualismo neoliberal, como dicen los más patriarcales. Es, por una parte, el efecto de una sociedad machista y desigual que no brinda a las mujeres opciones para vivir una maternidad digna y plena; y por otra, el resultado de reconocerse como persona libre que puede decidir el rumbo que quiere dar a su vida. Al final cada mujer tendría que decidir el cauce que quiere dar a su existencia.