Toquín y rol
Veo con humor que voy a ser el único ruco en el toquín a orillas del barrio Jalatlaco, ese enclave fundacional, junto con Xochimilco, de la ciudad de Oaxaca.
El ambiente se ha ido calentando y la casa abandonada, en ruinas, ya no parece tan precaria cuando la van copando chavales y chavalas veinteañeras de mezclilla, de negro, de shorts de gabardina beige entallados y playera blanca que dejan percibir sensualmente las formas de nalgas y tetas.
El cuarto creciente dibujado nítido en el cielo me podría hacer decir “la luna llena sobre París” como en mis tiempos ¿fresas, pop, posmo, roqueros? ochenteros, pero mejor paneo la toma y la desciendo y fijo entre las tatemas de dos chavalas que improvisaron una banca con un tablón y dos botes para sentarse: afoco al cantante y guitarrista de Da Nei Pacheco, que inicia el toquín.
Corren las chelas, también un carrujo.
–¿No tienes cocacola?, porque él no toma– pregunta el Burrito.
–Órale, no balconees– le brinco, ruco y abstemio, qué van a decir, añado, mientras una chavala con aire de escena gótica ríe con sorna.
No recuerdo muchos toquines en mi vida. En la colonia Granjas San Antonio, donde viví de niño y adolescente en el Defe, en los años setenta, algunos –uno, en realidad, el Juan Manuel– hablaban de ir a ver al Three Soul in My Mind en algún lugar lúgubre del centro de Ixtapalapa, pero supongo que estaba muy puberto para lanzarme, aunque después, a principios de los ochenta, sí fui a una tocada de ellos en San Pedro Mártir, en Tlalpan, en tiempos de Los Pitufos, la banda pesada –y sí que lo estaba, el apodo colectivo era pura ironía–delegacional émula de Los Panchitos de Santa Fe y los BUK de Tacubaya.
Los hoyos fonky no me tocaron, lo más cerca que estuve de ellos fue en una butaca cuando vi “De veras me atrapaste”, de Gerardo Pardo Neira, el rock de los noventa poco y el de principios de siglo XXI nada, pues andaba ya muy clavado en el alcohol y José Alfredo –nada más hay uno dijo el Papasquiaro y se cambió de nombre– y Javier Solís y Julio Jaramillo y Cornelio Reyna y hasta el melodramático Cuco Sánchez.
Pasan Deltaz y Danny Van y hasta ahí le paramos. Nos esperan las tostadas de chileajo de doña Yola en 5 de Mayo, en Jalatlaco, para cerrar muy sanos la noche y entrarle a la nostalgia con el excelente sabor de boca que me dejó este toquín oaxaqueño.
Ocho días después, en sabadito también, voy caminando sobre Murguía, en el centro, pensando que a quién diablos le interesará saber cómo “toman mezcal los gringos en Oaxaca”: pues solamente a Vice, que es donde publicaron esa crónica del Oaxaca de moda o de marca, como oficialmente ya la denominó el gobernador Alejandro Murat en Washington, donde fue a inaugurar unos alebrijes grandotes –¿para apantallar a Vice?
Paso frente a los restos estilizados de la casa donde alguna vez, hace más de una década, Mauricio Cervantes creó su proyecto de permacultura: una serie de tareas como de obra negra, ladrillos viejos ordenados o arriates protegidos con piedras y plantas silvestres dejadas crecer como a propósito, sobre lo que le dije, cuando entrevisté al artista, que todo eso lo hacía mi papá –que era albañil– en los años sesenta en mi casa –pero mejor, solo qu eso no se lo comenté para no herir sus sentimientos estéticos– del fraccionamiento Lomas, aunque desde luego, sin las creaciones artísticas de hilos que en ese momento había entre las paredes sin techo.
Me llama la atención que hay fiesta en ese inmueble derruido, pero conservado así a propósito –ya saben, como los pantalones rotos Dolce & Gabban– . Asomo la cabeza y sí, es la “boda zapoteca” de los extranjeros que en la tarde se casaron en el templo de Santo Domingo, bailaron chilenas, Son Calenda, música grupera –si tocan high energy, bailo, dije cuando estaba ahí baboseando– y luego bajaron en calenda sobre el corredor turístico.
Supongo que ese es el “Oaxaca de marca” y que eso es el producto “nativo”, “criollo” o “artesanal” que vende.
Me hace falta otro toquín.