Ahora que el nuevo ayuntamiento de Oaxaca de Juárez está celebrando el nonagésimo aniversario del descubrimiento de la Tumba 7 de Monte Albán y al fundamental arqueólogo Alfonso Caso, cabe recordar un inusual retrato de ese suceso que publicó en 1946 el novelista Rafael Bernal.
Bernal, nacido en 1915 y fallecido en 1972, es uno de los grandes escritores postergados de la literatura mexicana. Su novela «El complot mongol», obra maestra, suele ser menospreciada por su argumento policial, y sospecho que también por las posturas ideológicas del autor, afiliado a movimientos de extrema derecha durante un periodo de su existencia y católico militante hasta su muerte. Entiendo que esas circunstancias no sólo le impidieron tener el reconocimiento que merecía su obra literaria, sino inclusive lo condujeron a un mal disimulado exilio mediante el expediente de integrarlo al servicio diplomático. Así, el escritor fue alejado de su nación con mecánica eficacia. Fallecería en la ciudad de Berna, en Suiza, con apenas 57 años de edad.
La crítica literaria halló también un mecánico argumento para desdeñar la obra de Rafael Bernal, fingiendo elogiarlo: lo calificaba como “el primer autor de narrativa de espionaje en México”, concediendo a «El complot mongol» ese insuficiente mérito. En realidad, la gran novela de Bernal es uno de los libros que mejor retratan la decadencia del régimen postrevolucionario y del sistema político mexicano, monopolizado durante casi cien años por el Partido Revolucionario Institucional (cuyos métodos asumió con nociva fidelidad el Partido Acción Nacional, y no desaparecen con la actual “Cuarta Transformación”).
Bernal, primero desde el movimiento sinarquista mexicano y luego desde la solitaria independencia de sus libros, criticó toda su vida la descomposición moral del sistema político priista. Fue un desencantado moralista; sin poder modificar el régimen que detestaba, decidió erigir un descarnado retrato de aquellos tiempos en sus libros.
La indignación, sin embargo, no le impidió a Bernal elaborar una obra de humana plenitud, en la cual da cabida a toda clase de sentimientos y apreciaciones, desde el dudoso sentimentalismo hasta la profunda comprensión de la naturaleza humana, a la que alumbra con empatía y ternura hasta en sus libros más pesimistas. Lo confirma su obra mayor, «El complot mongol», en cuyas páginas convive el humor negrísimo con no pocas muestras de risueña comicidad; la ferocidad con que despacha la trama policial no le impide alojar en ella una intensa historia de amor.
Antes de publicar «El complot», excelente novela negra, Bernal había ido afinando su escritura en el género de relato detectivesco en varias novelas breves y cuentos. Comenzó con un convencional misterio ubicado en Estados Unidos («El extraño caso de Aloysius Hand») hasta llegar a una personal expresión en la novela breve «Un muerto en la tumba». De ahí ascendería en 1969 a la refinada violencia, el contundente cinismo y la trágica resolución de Filiberto Hernández, protagonista de «El complot mongol».
«Un muerto en la tumba», publicada originalmente por editorial Jus y que reapareció en 2015 como parte del volumen «Antología policíaca» del Fondo de Cultura Económica, es una regocijada memoria del descubrimiento de la Tumba 7 de Monte Albán, además de un retrato irónico de algunos de los protagonistas de ese hallazgo, integrados a una ficción detectivesca.
Teódulo Batanes se llama el detective de varios relatos policiacos de Rafael Bernal. Don Teódulo no es un rudo agente secreto, ni siquiera un curtido oficial de policía, sino un miope arqueólogo de gruesas gafas, cuyas dotes para la observación y el análisis le permiten resolver crímenes aparatosos. Mezcla del Padre Brown con los redichos comediantes de inicios del cine mexicano, don Teódulo es forzado a intervenir en investigaciones de homicidios. Aunque las resuelve con tino, suelen costarle el empleo.
Quizá Bernal aspiraba a que su inusual detective fuese llevado al cine por algún actor como el relamido cubano Enrique Herrera, pues los redundantes parlamentos de don Teódulo son de los que distinguieron a aquel cómico. Por ejemplo, este de «Un muerto en la tumba»: “El problema o cuestión digno de estudio en este caso es el averiguar o saber por dónde irrumpieron o penetraron la víctima y el victimario y por dónde realizó su salida o escapatoria el segundo de estos personajes, el hasta ahora anónimo o desconocido asesino”.
En la novela breve «Un muerto en la tumba», las acciones suceden en dos escenarios: la tumba “7b” de Monte Albán y una casa en la ciudad de Oaxaca, donde el muerto es velado y la policía interroga inútilmente a los sospechosos, pues la justicia será proveída por un personaje inesperado, después de que don Teódulo logra señalar al culpable.
La vividez de las descripciones que Bernal hace de Monte Albán y Oaxaca hacen pensar que él mismo conoció ambos escenarios, o bien, que aprovechó los detallados relatos que debió hacerle su hermano, el arqueólogo Ignacio Bernal, principal colaborador de Alfonso Caso en las exploraciones oaxaqueñas. (Cabe recordar que otra importante contribuyente a estas excavaciones fue la esposa de Caso, María Lombardo Toledano, y no es imposible que Bernal la convirtiese en una de las dos resueltas mujeres que figuran en la narración.)
Alfonso Caso aparece retratado como Evaristo Martínez, explorador de carácter fácilmente irritable y ensoberbecido con sus descubrimientos, quien una y otra vez yerra en sus apreciaciones pero no soporta que don Teódulo lo corrija. Junto con varios otros personajes, aparecen el novelista Antonio Ronda y su esposa Mercedes, quienes parecen un trasunto de Ignacio Bernal y su pareja conyugal, así como el estudiante de antropología José Ávila y su atractiva novia Patricia, quienes posiblemente personifican al propio Bernal y a María Lombardo, famosa por su belleza.
Los personajes más atrayentes de este relato son Antonio y Mercedes, sobre quienes recae la sospecha de haber asesinado al diputado Elpidio Vázquez. Don Teódulo Batanes, sin embargo, insiste en examinar cada detalle del crimen hasta dar con el verdadero culpable, a quien denuncia. El castigo para el asesino llegará de la manera menos previsible.
Aunque don Teódulo demuestra tener razón, su atrabiliario jefe Evaristo lo despide. El final del relato deja al improvisado detective con esta conclusión: “He aquí una lección o clase de humildad que el cielo me envía o manda. Yo, que me precio de saberlo u observarlo todo, nada había predicho o imaginado de mi cese”.
«Un muerto en la tumba» se resiente de algunos excesos cómicos, pero no deja de ser un absorbente relato que no sólo instala el género policial en escenarios oaxaqueños, sino permite contemplar con más naturalidad a los protagonistas del memorable trabajo arqueológico que Alfonso Caso, María Lombardo e Ignacio Bernal realizaron junto con otros esforzados investigadores en Monte Albán. Tampoco falta en este curioso thriller la crítica al corrompido sistema político mexicano, presentada con suave mordacidad mediante los personajes del gobernador, su esposa, los diputados y el jefe de la policía.
A 90 años de los hallazgos de Alfonso Caso en Monte Albán, viene bien mirarlos desde la perspectiva irreverente que asumió en 1946 el gran novelista Rafael Bernal.