Kafka y la muñeca perdida

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Kafka y la muñeca viajera | Ilustración de José Manuel Fernández Oli.

Franz Kafka suele ser considerado un autor de relatos sombríos y desconcertantes. Sus novelas inconclusas, sus relatos largos y sus cuentos suelen tomarse como fuentes de pesadillas o de paradojas insolubles, que perturban a los lectores. Perdura, sin embargo, la memoria de un texto o textos kafkianos que nada tienen que ver con los malos sueños y sí con la profunda bondad del autor. Ninguna huella queda de los textos que dieron origen a la anécdota, pero sí el cálido recuerdo de que durante un tiempo Kafka creó un relato para consolar y ahuyentar la tristeza de una niña que lamentaba la pérdida de su muñeca.

Leí la primera versión de esta anécdota en un texto que publicó en 2004 César Aira en El País. Buscando la procedencia y sobre todo la confirmación de que el relato es auténtico, hallé que Jordi Serra i Fabra lo convirtió en una novela breve en 2006: Kafka y la muñeca viajera, publicada por la editorial Siruela.

Además, en 2021, la escritora Larissa Theule y la ilustradora Rebecca Green han creado con la misma anécdota una novela gráfica, Kafka and the Doll, publicada por la editorial Viking. Mucho antes, refiere también el sitio Snopes.com, Paul Auster incluyó la historia en 2005 en su libro Brooklyn Follies.

Snopes.com no se detuvo en su rastreo y halló quizá la fuente original de este bello cuento sobre Franz Kafka y su devoción, no sólo por la literatura, sino por entregar a otras personas la felicidad que a él se le imposibilitaba conseguir.

El sitio electrónico identifica al biógrafo Ronald Hayman como el primero que mencionó la anécdota en su libro Kafka: una biografía, y enseguida apunta que el crítico literario Anthony Rudolf tradujo la anécdota del francés para publicarla en junio de 1984, en el Suplemento Literario Crónica Judía. Rudolf la titula simplemente “Kafka y la muñeca”, precedida de un largo recuento sobre la última relación sentimental que Kafka sostuvo en su vida, con la joven Dora Diamant. Esta le habría relatado hacia 1950 la anécdota a la traductora Marthe Robert, quien vertía al francés la obra de Kafka.

Kafka, nacido en 1883, sólo viviría escasos 41 años. En el verano de 1923 no le quedaban más que unos meses de vida. En esa temporada conoció a Dora Diamant, dos décadas menor que él. Los acercaron sus estudios de la lengua hebrea y sus aficiones literarias. Vivieron juntos. Proyectaban casarse, pero la tuberculosis de Kafka, agravada en marzo de 1924, los obligó a separarse.

En junio de 1924 Kafka intentó, antes de morir, obtener el consentimiento del padre de Dora para desposarla. No les fue concedido. Kafka regresó a Praga, a pasar sus últimos días con sus padres, pero éstos lo mandaron a un sanatorio donde el autor padeció la compañía de otro moribundo durante días.

Dora y un amigo del novelista, Robert Klopstock, rescataron al enfermo para colocarlo en un sanatorio de Viena. Klopstock se quedó a hacer compañía al consumido escritor. El 3 de junio de 1924, Kafka le suplicó a su acompañante no abandonar la habitación. Klopstock le aclaró: “No, si no me voy”. Kafka respondió: “Pero yo me voy”. Dejó de existir a los pocos minutos.

Dora Diamant sobrevivió a la persecución nazi en la década de 1940 y murió en 1952. De los muchos recuentos sobre ella y su relación con Kafka, me place recordar el relato La tinta y el dédalo, del autor oaxaqueño Víctor Armando Cruz Chávez, que publicó el Fondo Editorial Tierra Adentro en 1999. Es un homenaje a la literatura de Kafka muy bien resuelto por Cruz Chávez.

Dora recordó a Kafka toda su vida. Fue en la etapa final de su existencia cuando le confió a la traductora Marthe Robert el relato que Anthony Rudolf rescató y que traduzco enseguida. La voz narradora es, desde luego, la de Dora Diamant.

La muñeca

Mientras estábamos en Berlín Kafka solía ir a nuestro parque local en Steglitz. A veces yo iba con él. Un día encontramos a una niñita. Lloraba y parecía inconsolable. Hablamos con ella, Franz la interrogó y supimos que había perdido su muñeca. Al momento, él inventó una historia para explicar la desaparición del juguete: “Tu muñeca sólo se ha ido de viaje. Lo sé porque me ha escrito una carta”. La niñita tenía sospechas: “¿La traes contigo?” “No, la dejé en casa por error, pero la traeré mañana”.

Intrigada, la niña casi había olvidado su aflicción. Y Franz fue a casa enseguida a escribir la carta. Se puso a trabajar con la misma seriedad que asumía al escribir alguna de sus obras, y en el mismo estado de tensión con que siempre se sentaba a su mesa, inclusive para escribir una postal. Además, era una obra de verdad, tan esencial como las otras, pues a toda costa la niña no debía ser envuelta en un engaño, sino reconfortada, y por ello la mentira tenía que transformarse en verdad real por medio de la realidad ficticia.

Al siguiente día Franz corrió con la carta para la niñita que lo esperaba en el parque. Como ella no sabía leer, se la leyó. La muñeca declaraba que estaba cansada de vivir con la misma familia todo el tiempo, expresaba su anhelo de un cambio de aires, pues necesitaba alejarse un poco de la niñita a quien amaba en verdad, pero de quien no tenía más remedio que separarse.

La muñeca prometía escribir todos los días y, de hecho, Kafka escribió una carta diaria contando nuevas aventuras que evolucionaban con rapidez, de acuerdo con el ritmo especial de vida de las muñecas. Después de unos días la niña había olvidado la pérdida de su juguete y no pensaba sino en la historia que se le ofrecía a cambio.

Franz escribió cada frase de la novelita con atención a los detalles, con una precisión llena de humor, que volvía la situación por entero aceptable. La muñeca creció, fue a la escuela, conoció a otras personas. Continuaba asegurando su amor a la niña, pero se refería a la complejidad de su existencia, a otras obligaciones, otros intereses que le hacían imposible por el momento convivir con ella. 

La niñita era invitada a reflexionar en esto, en preparación para la inevitable renuncia. El juego duró al menos tres semanas, y Franz estaba en terrible desazón para llevarlo a su fin. Era necesario que el final fuese el correcto, capaz de sustituir con un orden el desorden causado por la pérdida de la muñeca.

Franz vaciló por largo tiempo hasta que decidió casar a la muñeca. Describió al novio, el compromiso, los preparativos de boda en el campo; luego, con todo detalle, la casa de la joven pareja: “Entenderás —explicó la muñeca— que debemos dejar de vernos”.

Franz alivió la congoja de la niña mediante el arte, el mejor método que poseía para poner orden en el mundo.

Escritor, promotor de arte y cronista aficionado de absurdos sociales.