Los pingüinos son tan conocidos que hasta en México (país carente de ellos) es sumamente popular la figura del pájaro que no vuela, al grado de que designa una golosina saturada de grasas que los niños aprecian más que los adultos, aunque muchos de estos últimos la consumen como si fuera un alimento saludable.
Es presumible, sin embargo, que antes de 1488 y del portugués Bartolomé Díaz, ningún europeo hubiese visto un pingüino, aunque los navegantes vikingos acaso pudieran contradecir esa inferencia. Díaz no dejó descripción de pingüino alguno en el relato de su llegada al Cabo de Buena Esperanza. Pero Álvaro Velho y João de Sá, quienes acompañaban a Vasco de Gama en su viaje al mismo Cabo en 1499, describieron en su diario de navegación unos pájaros que llamaron “sotilicairos”, nombre que al parecer les daban los nativos del área costera, los khoisan, a unas aves incapaces de volar.
Reseña Bob Montgomerie, de la Sociedad Ornitológica Estadounidense, que quizá el primer europeo en designar a estas aves fue Jaques Cartier, en 1534: “… su número es tan grande que resulta increíble a menos que uno los vea; pues aunque la circunferencia de la isla es de apenas una legua, tan llena está de pájaros que se pensaría que fueron almacenados aquí… Algunos son tan grandes como gansos, negros y blancos con pico de cuervo. Están siempre en el agua, al ser incapaces de volar, pues sus alas son pequeñas, del tamaño de una mano, con las que sin embargo se mueven en el agua tan velozmente como otras aves en el aire. Y son tan gordos que maravillan. Los llamamos apponats y llenamos de ellos nuestras dos barcazas en menos de media hora. Con éstos ya salados, cada uno de nuestros barcos llenó cuatro o cinco barricas, sin contar los que pudimos comer frescos”.
Montgomerie apunta que apponath es el nombre que los nativos beothuks, de Newfoundland, daban a los pájaros blanquinegros, y añade que los apponats mencionados por Cartier son el alca gigante, una especie denominada por los científicos Pinguinus impennis, extinguida en 1844. No es de sorprender, pues Cartier, en su noticia de 1535 sobre el viaje a la Isla de los Pájaros, comentó: “La isla está tan excesivamente llena de aves que todos los barcos de Francia podrían llenar un cargamento de ellas sin que se notara que se habían llevado alguna”.
El encuentro con los pingüinos (o con sus extintos parientes) es un episodio de la búsqueda del Paso del Noroeste, una ruta navegable que obsesionaría a varios marinos y que conecta el Océano Atlántico y el Océano Pacífico por el norte, a través de las aguas del Océano Ártico. Desde que el inglés Martin Frobisher intentó en vano hallar el famoso paso en el siglo XVI, varios otros marinos fracasaron en la aventura, muchos pagando con sus vidas el intento. John Ross, William Edward Parry y James Clark Ross probaron por mar, mientras que John Franklin, George Back, Peter Warren Dease, Thomas Simpson y John Rae buscaron el paso por mar y tierra.
Quizá la tripulación del Octavius, navío mercante inglés, fue la primera víctima en la búsqueda del paso, en 1762. Atrapado en los hielos invernales, del Octavius no se supo más hasta 1775, cuando un ballenero lo halló a la deriva cerca de Groenlandia. Toda la tripulación del Octavius había perecido por congelamiento.
En 1846 la expedición de Sir John Franklin ganó atemorizante fama al desaparecer con 129 hombres, quienes formaban las tripulaciones de las naves Terror y Erebus. Las búsquedas realizadas por John Rae algunos años después permitieron saber que Franklin pereció en 1847, y el último sobreviviente de su expedición en 1848. Todos hallaron su fin en los hielos de la isla del Rey Guillermo. Si hubiesen sabido dónde estaban, quizá hubiesen llegado a poblaciones de colonos canadienses, pero los europeos no lograron entenderse con los nativos inuit y fueron pereciendo en la hostil comarca.
Más de 170 años después de aquel desastre, aún es difícil decir qué exterminó a los 130 expedicionarios. La novela El Terror, de Dan Simmons (y la notable serie televisiva de ella derivada) aprovechan ese enigma para culpar a una especie de yeti. Simmons, pese a sus invenciones, no omite considerar lo que investigadores serios proponen como causas probables: el hambre y el escorbuto. Otros investigadores sugieren envenenamiento por plomo, pues los navíos iban provistos con un adelanto de la época: comida en latas, las cuales causaron envenenamiento a los marinos por deficientes soldaduras plúmbeas. Otra enfermedad posible fue el botulismo, también atribuible a los enlatados, además del mal de Addison, derivado de la tuberculosis, y no se descarta que algunos sobrevivientes recurriesen al canibalismo como último recurso. En cuanto al Erebus, su casco hundido fue hallado en 2014. Hasta 2016 fue localizado el del Terror, en un área que ahora es el Sitio Histórico Nacional de los Hundimientos del HMS Erebus y HMS Terror, en Canadá.
Los descubridores del paso
En busca de Franklin, el comandante Robert McClure partió a fines de 1849 hacia el estrecho de Bering en el buque HMS Investigador. Llegó a la isla Bank cuando terminaba el año 1850, y allí quedó varado su barco. Pudo avistar, en el extremo de la sonda Vizconde Melville, la isla del mismo nombre (sin relación con el autor de Moby Dick). McClure y su tripulación quedaron atrapados en los hielos durante tres inviernos.
En 1852, sin noticias de Franklin ni de McClure, el gobierno inglés envió a Sir Edward Belcher hacia el paso del Noroeste en una expedición de cinco naves: Ayuda, Resuelta, Pionera, Intrépida y Estrella del Norte. Paulatinamente, Belcher fue perdiendo sus embarcaciones: primero, Ayuda, luego, Pionera. Resuelta e Intrépida quedaron varadas en isla Melville, la cual McClure alcanzó a divisar antes de quedar apresado entre los hielos de isla Bank.
Desde el aún flotante Estrella del Norte, Belcher envió hacia el este y el oeste dos partidas en trineos. La primera descubrió la isla del Príncipe Patrick. La segunda brigada halló a McClure y sus hombres a punto de morir de hambre en la bahía de la Misericordia. Los de trineo rescataron a los agonizantes y, como el trayecto no era demasiado extenso, volvieron con ellos al Estrella del Norte. Belcher quiso aprovechar el verano del 53 para salir de los hielos, pero el invierno halló sus naves en territorio aún infranqueable.
Para febrero de 1854, Belcher temía por sus barcos y sus tripulaciones, aumentadas por McClure con su tropa. En julio, el rescatador ordenó a todos los hombres abandonar la Resuelta y la Intrépida. Viajaron por tierra hasta isla Beechey, y allí se acogieron a la ayuda de dos embarcaciones, la Fénix y la Breadalbane, para retornar a Inglaterra.
De vuelta en su país, los destinos de McClure y de Belcher fueron muy disímiles. A Belcher (cuyos subordinados lo definían como “martinete pedante”), la Armada lo sometió a corte marcial por la pérdida de sus naves. Si bien no lo condenaron, tampoco lo premiaron por rescatar a toda la tripulación del HMS Investigador. Le devolvieron la espada de oficial que le confiscaran, pero nunca más se le confió el mando de alguna embarcación. Después de su último servicio activo, en 1867, le confirieron la Orden de Bath. En 1872 lo nombraron almirante. Murió en 1877, acaso envidiando al comandante que rescató de los hielos.
McClure fue también sometido a corte marcial por la pérdida del Investigador, pero recibió un descargo honorable. Le concedieron el título de caballero y le reconocieron cuatro años de servicios especiales. Además, cuando el Parlamento le entregó una recompensa de diez mil libras, el capitán, siguiendo su generosa costumbre, la compartió con los tripulantes del desastrado HMS Investigador.
Las sociedades geográficas de Inglaterra y Francia nombraron a McClure miembro honorario. Además, la Sociedad de Anticuarios de Estados Unidos lo eligió miembro de número en 1855. Para mayor gloria, fue reconocido como descubridor del Paso del Noroeste —aunque nunca llegó a cruzarlo— por haber avistado la isla Melville, a donde Belcher sí llegó. McClure continuó comandando una división de la brigada naval en Cantón, de 1856 a 1861. En 1858 le asignaron la Orden de Bath. Cuando ya vivía retirado en el campo, en 1867, lo nombraron contralmirante, y en 1873, vicealmirante. Ese mismo año falleció McClure.
Más afortunado en sus expediciones, John Rae logró navegar en 1854 otro estrecho marítimo, partiendo de la sonda de Lancaster hasta llegar al estrecho de los Delfines y de la Unión. En esos arriesgados viajes en barco y trineo, Rae descubrió restos de la expedición de Franklin, y pudo llevar a Inglaterra noticias del triste final de los exploradores. Tuvo que consignar los indicios de posible canibalismo entre los últimos tripulantes que murieron en tierras árticas.
La viuda del capitán Franklin no le agradeció a Rae esos informes. Antes bien, hizo todo lo posible por borrar el nombre del explorador. Por eso aún decimos que el primer navegante en cruzar el Paso del Noroeste fue Roald Amundsen, y que lo hizo hasta 1906, durante un viaje que comenzó en 1903. Pero John Rae lo precedió en esas aguas.
Para sorpresa de muchos, la nave Resuelta que dejó abandonada Belcher, fue hallada al garete por un ballenero estadounidense, desprendida de los hielos, en el estrecho de Davis. El gobierno de Estados Unidos devolvió la embarcación a Inglaterra. Para agradecer esa generosidad, la reina Victoria, cuando la cubierta de la Resoluta fue desguazada años después, hizo construir con los maderos un escritorio que obsequió al presidente estadounidense. El heroico mueble permanece en la Oficina Oval de la Casa Blanca.
El ártico en la ficción
Entre estos sufridos exploradores, tan reales, cabe colocar a dos ficticios y no menos sufrientes viajeros árticos de la ficción: el Viejo Marinero de Samuel Taylor Coleridge, cuyo espectral itinerario por el ártico fue narrado en 1798 en las Baladas líricas que William Wordsworth y Coleridge publicaron de forma anónima. El fantasmal marino, con un albatros que del cuello le pende en castigo a su gratuita crueldad, fue dibujado magistralmente por Gustave Doré para ilustrar los versos de Coleridge.
Figura asimismo en la ficción ártica el navegante Robert Walton, cuyo relato permite conocer el infausto destino de Víctor Frankenstein y su monstruosa creación en la novela que Mary Wollstonecraft Shelley publicó en 1818. En este libro, el final del imprudente científico es revelado en las cartas que Walton dirige a su hermana Margaret. Aunque el corresponsal oculta el año de su viaje al ártico, su alusión al Viejo marinero permite colegir que el “17…” anotado corresponde a 1799, el penúltimo año del siglo XVIII (el último es el año 1800).
Walton le narra a su hermana los decesos de Frankenstein y de su abominable creación: el científico muere en el barco del explorador (sin poder exterminar a su vengativa criatura); después, el monstruo se presenta a declarar su arrepentimiento por los crímenes que cometió. Enseguida, salta hacia los hielos para perderse de vista en la noche ártica. Quizá moriría congelado. Pero ya que es un ser compuesto por partes reanimadas de cadáveres, acaso el espeluznante Lázaro nos da el indicio de que pervivirá en los hielos, como las fantasmales tripulaciones del Erebus y el Terror.