Mario Cruz @ericelcrz
Aunque es demasiado pronto para quienes andamos alrededor de la tercera década, hablar de nostalgia en más de una ocasión resulta el tema de conversación principal. Pienso ahora mismo en uno de mis mejores amigos que, luego de que le negaran el acceso a la terraza de uno de esos barecillos del centro histórico, le comenté que mejor visitáramos alguno de los verdaderos bares de la ciudad. Acordamos la fecha y pronto nos encontramos atravesando las viejas puertas de cantina al estilo viejo oeste que dan la bienvenida al Tercer Mundo.
La transición del paisaje de la calle de Zaragoza al ambiente de la cantina 一entre penumbroso y colorido一 es asombroso. Quién diría que una de las calles más deterioradas de la ciudad escondiera una de sus perlas. Paréntesis: escribo esto con miedo de contribuir a la gentrificación de la ciudad, pero confío en que, por el título con el que nombro este texto, el público lector sea meramente local. Ya entrados en la conversación, le propongo a mi amigo el ejercicio de preguntar a su padre por los bares que conoce, a ver si le menciona este. Acepta, y luego de pensarlo un rato comienza a cuestionarse sobre las experiencias que su padre habría vivido en ese umbral de edad que ahora mismo atravesamos. Resulta que hay una historia que trasciende entre los recuerdos de su infancia, pero para entender el contexto primero debe hablarme de unos cursos de regularización.
La maestra Tina, como todo mundo la conocía, era una de esas maestras de la vieja escuela, de personalidad ambivalente o más bien temperamental, pasando de ser cariñosa a jalarte la patilla hasta sentir que un pedazo de ti se desprendía. Se recomendaba su curso entre las familias de las colonias aledañas como la Venus o la Cascada, especialmente para “aplacar” a quienes asistían. Uno de los castigos más frecuentes consistía en quedarte más tiempo con ella, una eterna tortura para quien solo quiere llegar a su casa después de pasar tres horas en una extensión de escuela, especialmente en horario de verano donde parecía que el curso duraba más solamente porque anochecía más temprano.
Me cuenta mi amigo que la maestra Tina logró aplacar a uno de sus primos, aunque otro de ellos simplemente no aguantó. También me habló de Marisol, una niña que llegó con su uniforme de educación física de la 5 de Febrero, y que de plano no le agarraba a las divisiones, por lo que la maestra se desesperó y terminó por jalarle las orejas y castigarla con quedarse media hora más. Sin embargo, en punto de las 8 llegó su papá por ella. Un hombre alto vestido con camisa de burócrata, a quien Marisol no dudo en correr a abrazarlo con la confianza del mundo, mientras la maestra Tina le explicaba lo mal que le había ido a su hija, justificando sus agresiones y buscando la legitimidad paternal a la que seguramente estaba acostumbrada. Legitimidad que no llegó, pues el padre de Marisol no solo reservó sus palabras, sino que al otro día simplemente dejó de llevar a su hija a dicho curso. ¿Qué clase de relación familiar habrán tenido?, quizá una adelantada a su época.
El padre de mi amigo pasaba por él todas las tardes-noches al término del curso. Todas, excepto una ocasión en que se retrasó por más o menos hora y media. Tiempo en que un niño de diez u 11 años estaría preocupado, aburrido, quizá con algo de miedo. Cuando por fin apareció, llegó en el asiento de copiloto de un coche ajeno, donde venía su tío como conductor, y —para sorpresa suya, y sobre todo mía— un payaso en la parte de atrás. Con el clásico tono que caracteriza el estado alcohólico le indicó que se subiera, yo me imagino algo así como un “súbete mijo”. Una vez dentro le informó que antes de regresar a casa debían ayudar “aquí al señor”, quien tenía problemas maritales. Durante el viaje el señor payaso venía sollozando las desventuras propias de un amorío, y de vez en cuando llamaba por celular para coordinar el encuentro con su esposa. Recuerda también que le ofreció un globo en forma de perrito, pero le advirtió que se cuidará porque tenía una enfermedad extraña, quizá quiso decir rabia. Se dirigieron al parque del amor y, una vez ahí, el señor payaso se encontró con la causa de su decepción y se quedaron hablando mientras el coche arrancaba, esta vez con dirección a su casa, donde por fin pudieron pasar a dejar a mi amigo simplemente para que su papá y su tío pudieran irse de nuevo.
Nosotros bien podríamos replicar esa historia, especialmente porque tenemos un amigo payaso en común con predilección a la bebida. Sin duda no tendría la misma magia. Algo se está yendo. Evocar esos recuerdos, el de la maestra Tina que jalaba las patillas y las orejas pero que también era cariñosa y cada diciembre regalaba aguinaldos, como el recuerdo de la vez en que el padre de mi amigo se emborrachó con un payaso, es bastante aleatorio para una conversación de cantina acerca de la gentrificación. Historias graciosas, pero al mismo tiempo tristes. No sabemos por cuánto tiempo más podamos disfrutar de los pocos lugares donde no te cobran el agua como este. Si algún día también esto que estamos viviendo desaparezca, y se cumpla la dura sentencia proclamada de que aquello que extrañamos ya no existe.
Hay cosas que se han ido yendo, valga la redundancia. No se han ido, pero están en esa lógica: yéndose, y conforme se van la ciudad es menos nuestra. No solo porque nos nieguen el acceso a los “principales” edificios, sino porque hemos perdido la capacidad de saber quién los habita; aunque siempre estén llenos de personas, nunca son las mismas, así que la respuesta es que nadie los habita en realidad. Me parece increíble que una maestra jubilada adaptara su cochera, su comedor y su sala para apoyar a quienes se preparaban para ingresar a la secundaria, imaginar que una casa de la colonia Reforma fuese adaptada para ofertar “cursos de regularización” a niñas y niños de las colonias alrededor. Imaginar una ciudad donde los más extravagante que pudiera pasar era que tu padre se emborrachara con un payaso, y no la extravagancia artificial que ahora se oferta como atractivo para turistas.
P.D. Su papá sí conoce el Tercer Mundo… Creo que es un buen ejercicio preguntar a padres y madres cómo era antes la ciudad, seguro salen buenas historias.