De pronto se abre el bosque y aparece la visión: el flyer dice que en tiempos de redes sociales “Todos somos periodistas, entrevistadores y opinadores”… pero eso es completamente falso.
Los periodistas quisiéramos, y no se imaginan cuánto, decir todo lo que sabemos o deducimos. Pero no podemos.
Hay reglas del oficio, leyes que norman la transmisión de la información y ética profesional.
Sigue siendo epitáfica la idea aquella de Norman Mailer de que un periodista de veras es aquel que en la barra de una cantina tiene diez historias verdaderas que contar. Y también aquella de que hay periodistas exitosos económicamente hablando, pero que esos no son periodistas.
Los periodistas somos deductivos como el Sherlock Holmes de Estudio en escarlata —precisamente la obra donde Arthur Conan Doyle creó a su ya mítico personaje—: nos damos cuenta cómo están los asuntos al atar cabos y saber quién conoce a quién y por qué. Y más. Tenemos el sentido arácnido del oficio: por eso no cualquiera puede ser periodista.
También nos cuentan cosas al oído. ¡Uno se entera de cada cosa! Pero como tenemos que constatar —hermosa palabra para el oficio—, no podemos andar de chismosos públicamente hablando nada más porque sí. Hay quienes sí lo hacen, pero, parafraseando a Mailer, esos tampoco son periodistas.
Desde luego, no somos infalibles. De hecho, siempre estamos en la tablita, podemos hacer campaña a favor de algo o algunas y algunos y no darnos cuenta, empoderarlos —horrible palabra, pero útil a veces— y hacer que se vuelvan soberbios, intratables, que se crean dueños de todo, de la verdad, de lo que debe decirse o no y cómo debe decirse —o lo que es lo mismo, contar su versión y la del otro no—, de tratar de tirar de su puesto a alguien con el poder de las redes; otras veces seguimos “causas” —un vicio reciente que hay que eliminar, porque los periodistas nos ocupamos de los hechos, de nada más.
Frente a lo anterior, tenemos los géneros periodísticos, que son de alta escuela, de doctorado empírico: los informativos, interpretativos y de opinión —en la academia y en el seno de esos grupos mediáticos periodísticos que les gusta inventar, ya denominaron más, pero esa es otra discusión—. El de opinión, en específico, permite filtrar información que en otros géneros no se podría. Y es tal su versatilidad, que genera que le entren a él profesionales de todo tipo: académicos, especialistas empíricos y hasta funcionarios que tengan tablas en la tecleada. Ello es sumamente benéfico para la sociedad porque así se conocen versiones —las cuales muchas veces son acertadas o arrojan luz sobre casos confusos— que de otra manera quedarían ocultas.
Por si fuera poco, hoy los periodistas traemos cargando la falta de credibilidad de la gente y la crisis espantosa en los medios causada por la revolución del internet.
Todo lo anterior es para decir dos aspectos puntuales:
Uno. Hoy, todos andan sientiéndose reporteros, entrevistadores y opinadores “profesionales”. Por ejemplo, las escritoras y los escritores entrevistan a las escritoras y los escritores porque ellos sí saben de literatura y pueden preguntar sobre los endecasílabos, digamos, lo cual tendrá mucho que ver con la erudición, pero no con el periodismo —cito aquí el caso de Elena Poniatowska, que aunque no sea de mi agrado, tenía madera y sus preguntas aparentemente bobas generaban la explosión de la información en bruto, que es lo que siempre persigue un reportero—. El punto es que esta proliferación de entrevistadores y opinadores está provocando que el periodismo en general decaiga aún más. Solo los periodistas netos podrán evitar que la debacle siga.
Dos. Lo que pasa en los entretelones de los problemas políticos, institucionales y supuestamente sociales y culturales de Oaxaca y México es muchísimo más amplio de lo que se publica. Hay intereses de todo tipo y muy fuertes. Si el periodista tuviera los pelos de la burra en la mano, publicaría todo lo que hay en esas cloacas, y se vendrían abajo tantas imágenes y personalidades y la defensa de “causas” —los que son malos aparecerían como más malos, los que son buenos resultarían de lo peor, etcétera—, que no se la creería nadie.
El reportero da un manotazo frente a sus ojos y la visión se desvanece: “ay, güey, se está poniendo bueno esto, voy a juntar noescafé, mezcal y yo creo pulque”, piensa.