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Texto y Foto: Mario Cruz
La fiesta de la imagen
Una ola de cuerpos con cámaras circunda las calles de San Martín Tilcajete. La gente, acostumbrada a los grupos de fotógrafos y fotógrafas, no les prestan mucha atención, pero tampoco los pierden de vista. Grupos de familias esperan pacientes en el umbral de sus puertas y zaguanes, como queriendo salir a ser parte de lo que sucede en las calles, como queriendo regresar al resguardo de sus casas. También se asoman desde rejas o ventanas, lugares estratégicos donde pueden esconder su rostro de ser necesario.
El sonido de los gritos y las campanas rompen el silencio ordinario del pueblo: hacen un llamado a la gente para salir de su lugar seguro y disfrutar del paso de los diablos aceitados. No a todas las personas les gusta, hay quienes más que observadores son aguerridos vigilantes de la integridad de sus fachadas. La diversión, tan cerca de la travesura, de la violencia.
Los grupos de cuerpos con cámaras están ahí, como protagonistas. más que como observadores. Intercambian el sonido de las cadenas con el de sus obturadores, detienen el paso de los aceitados por unos instantes para hacer un retrato, una entrevista, una historia de Instagram. Una vez que han saciado el frenesí de la imagen siguen su paso en busca de más gritos, de más sonidos de campanas que anuncien el encuentro entre los cuerpos pintados y sus cámaras.
Hay grupos que no se conforman, que necesitan llegar a un nivel más profundo de la fiesta. Se meten en las casas buscando la intimidad de la imagen, tan cerca de la travesura, de la violencia.
El Diablo Ancestral
A unos metros detrás de un grupo de diablos aceitados, con un paso notoriamente más cansado, les sigue un cuerpo vestido de rojo con máscara de madera. No hay gota de aceite o de pintura en su vestimenta. Carga, apenas, una sola campana de un tamaño más pronunciado que las demás, y que más tarde me entero está hecha de cobre. “Esas eran las campanas originales”, dice uno de los aceitados, “pero ya no se consiguen”.
En los últimos años, el tema de los carnavales ha cobrado cierta popularidad en el estado. En la última emisión de la Guelaguetza se eligió al tiliche, personaje tradicional del carnaval Putleco, como imagen oficial de esa fiesta. Sin mencionar la “muestra de carnavales de los valles centrales”, que se realiza año con año en el centro de la ciudad, donde diferentes comunidades participan con sus propios medios, porque supuestamente no hay apoyo ni siquiera para transporte a pesar de que contribuyen a nutrir la demanda turística de la capital.
Las vestimentas de los carnavales son un atractivo turístico innegable. Para muestra, la conmoción que despierta en los grupos de fotógrafos/as el disfraz de Diablo Ancestral del señor Juan Ortega Fuentes, es un referente.
Personificar la historia
También es innegable que las vestimentas de los carnavales no son piezas de museo estático como pretenden algunos discursos sobre “la autenticidad”. Van cambiando con el tiempo, se van adaptando a circunstancias específicas, e incluso condensan proyectos o aspiraciones personales o comunitarias, es decir que, aunque cambie la costumbre no deja de ser tradición, como decía el historiador Eric Hobsbawm.
En el carnaval de Tilcajete existían otros personajes, me cuenta el Diablo Ancestral, “además del diablo salía la vieja, el viejo, y el diablo se vestía completamente de tela, como vengo ahorita, porque los diablos de ahora son diablos modernos y yo soy diablo ancestral”. El aceite en el cuerpo tiene su origen aproximadamente a inicios de los años setenta, concretamente a partir del señor de nombre Polo, apodado –Polín el muerto–, quien cubrió todo su cuerpo de untura para carretas y quedó todo negro; según cuentan, solo la lengua se veía roja.
Desde 1956 el señor Juan Ortega Fuentes se disfraza, según sus posibilidades, de la misma manera. Me cuenta que han cambiado las máscaras, que primero recuerda que eran de cartón, luego de hule, y a partir de los primeros artesanos que comenzaron a realizar máscaras de madera, entre ellos el señor Isidro Cruz, actualmente son las más comunes. Me cuenta también que antes salía corriendo, pero hoy, casi pegándole a los 80 años y después de una operación, sale caminando. Hacemos una pausa para buscar una sombra, mientras pienso que el Diablo Ancestral trata de conservar la historia a través de su cuerpo, aunque muchas cosas cambien en ambos.
Carnaval, ¿por qué?
Cuando le pregunto el porqué se sigue disfrazando de Diablo Ancestral, el señor Juan me comparte eso que irónicamente mencioné al principio del texto, esa intimidad detrás de la imagen, y que me preocupa tratar con respeto. Primero que nada, me cuenta que se inspira en su tía Colecta Ortega Méndez, a quien recuerda como la primer mujer en participar en el carnaval de Tilcajete cuando él tenía 10 años, en 1953. Inspiración que lo llevó a disfrazarse de diablo 3 años después con un grupo de amigos.
En ese tiempo no salían niños al carnaval. “Nos fuimos por ahí, al monte. Agarramos unos morrales y cortamos espina de mezquite. Le quitamos las puras puntitas y se lo unimos a un mecate, un mecate blanco que en ese tiempo se usaba. Y dijimos, ¿salimos?, -pero nos van a pegar-. No le hace que nos peguen, pero los vamos a arañar”. Cuenta que al primer mecatazo se caía la máscara de cartón, porque en ese tiempo se pegaban con mecates, y que les pegaron, que los hicieron llorar como nenes, “pero nos defendimos, vimos sus espaldas todas arañadas. Y por eso no lo dejé, no lo dejo pues, porque nos costó mucho trabajo comenzar a salir, y porque francamente me gusta, es un orgullo de mi pueblo”.