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El inframundo nuestro de cada día

Hacia 1940 un anónimo empleado de la oficina de Inmigración en la Ciudad de México comenzó a escribir un largo relato cuyo inicio nada memorable decía: “Fui a Tuxcacuexco porque me dijeron que allá vivía mi padre, un tal Maurilio Gutiérrez”. Durante años ese autor fue trabajando en la extensa narración que planeó titular “Una estrella junto a la luna”, después “Los desiertos de la tierra” y luego simplemente “Los murmullos”. Demoró casi quince años en revisar su texto hasta que en 1954 había reducido sus trescientas páginas a la mitad. La deslucida frase inicial había cambiado a la inolvidable “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. Ese nombre resonante ostentó el libro en la portaday, sin que muchos lo advirtiesen, su autor apareció convertido en novelista genial, al publicar su única narración de largo aliento en 1955. Se llamaba Juan Rulfo. Al leer el relato en ese año, un crítico ofuscado, Archibaldo Burns, opinó que Rulfo, en su obra novelesca, “hace una revoltura de elementos que produce confusión. Los personajes nos parecen desdibujados, están tratados como paisaje, y el paisaje está concebido como personaje. Les falta estructuración como arquitectura al relato”.

En 1963, un paisano de Rulfo, el reconocido cuentista Juan José Arreola, publicó su también única novela, La feria. Recibió impugnaciones porque en varios de sus fragmentos el autor hizo gala del humorismo que era bien recibido en sus cuentos. La estructura fragmentaria del relato, sin embargo, ya no causó objeciones. Para entonces, los lectores ya estaban familiarizados con la forma en que Arreola eligió historiar y recrear la pequeña Ciudad Guzmán, antes Zapotlán el Grande. Rulfo había enseñado a los mexicanos a leer novelas en las que los destellos de voces de la comunidad, y no individuos, protagonizan el relato. A esta didáctica de la fragmentación y la comunidad protagónica no sería ajena otra novelista extraordinaria, Elena Garro, con su obra Los recuerdos del porvenir, publicada asimismo en 1963.

Sesenta años después de esas novelas ejemplares aparece Hormiguero, de Fernando Solana Olivares, narración fragmentaria como la de su maestro Rulfo, quien le aportó valiosas lecciones en el Centro Mexicano de Escritores.

Como Pedro Páramo, como La Feria, Hormiguero no está construida alrededor de un personaje central, sino desde la comunidad. Es la pequeña ciudad jalisciense donde el escritor reside desde hace poco más de veinte años, pero al mismo tiempo es el vasto, intrincado, desolado territorio que llamamos México, con todo y su pavorosa frontera norte. Puede ser Guanajuato, Mérida, Oaxaca o cualquier localidad provinciana cuyos moradores designan urbe para llevar una vida aldeana.

Siguiendo a sus antecesoras, Hormiguero se despliega como una novela construida con las voces de sus personajes, pero ahora integra también textos de algunos de ellos, en esta época en que las plataformas electrónicas con sus redes sociales permiten que cualquiera acometa e infecte con su escritura lo que se conoce como ciberespacio.

Me parece que el centro de este Hormiguero narrativo está en todas partes y su circunferencia en ninguna, por lo cual Fernando Solana consigue elaborar una obra que nos desconcierta por su inesperada extrañeza y nos seduce por su elocuente belleza. En una época en que las novelas que se publican apuestan más por la obviedad y la facilidad, acaso son esas altas virtudes las que incomoden a ciertos lectores, inclusive al prologuista de Hormiguero, el entrañable cartujo José Luis Martínez S., quien parece más alarmado que entusiasmado a causa de que esta novela “es un desafío por la manera como está construida, con múltiples voces que se entremezclan; también porque exige una atención concentrada para no perderse entre tantas ideas, entre tantos sucesos”. Quienes leímos a Faulkner y a Cortázar no concebiríamos mejor forma de novelar.

En mi opinión —modesta cuanto temeraria, como toda opinión— las mejores novelas deben aspirar a la polifonía, a exigir concentración para su disfrute y a la multiplicidad de personajes, sucesos e ideas. No son muchas las obras que consiguen esas virtudes en estos tiempos. Acuden a mi memoria la extensa Guerra en el paraíso, del ya fallecido Carlos Montemayor, Los detectives salvajes, del también desaparecido Roberto Bolaño, y Big Metra, del joven autor PS Guilliem. Esta última, muy cercana al espíritu que anima Hormiguero, pues sus personajes admirables son jóvenes mujeres que en la actualidad desafían a una sociedad conformista y anquilosada.

Fernando Solana recrea la vida de su anónima y pequeña urbe (infierno grande, como era de esperar) en torno a cuatro núcleos principales que van conformando los destinos de sus personajes, quienes se entrecruzan en los acontecimientos centrales: primero, el despertar de la conciencia de las jóvenes y los jóvenes que, al atender o desatender las clases del profesor Hermes González, modifican sus actitudes ante la anodina existencia provinciana. Relevantes son la bella Mara, amada por su amiga Camila y por el inconforme Tino; los dos últimos se detestan cordialmente por el amor que comparten. La inefable Fátima, que ama a Tino y cuya existencia será cortada por siniestros criminales. Yesi Ibargüengoitia y su amiga Mariana, quienes, como las “princesas desconfiadas” Elba y Luisa, abandonan sus hogares para emprender trascendentes viajes a la megalópolis. Diana Peralta, poeta en desarrollo, quien transfigura con su despertar sexual a Tino. Y los narcisistas cibernautas Is Perverto y Víctor el Acosador, personajes marginales cuyas fantasías machistas los conducirán a imprevistos, puros y duros encuentros con el Mal.

El martirio de Fátima lleva al autor a recrear a sus nefastos victimarios: el sicario La Marca, los esbirros Unda y Muñoz, el corrupto Comandante Tres, y el implacable, maligno Don Bola, jefe de todos, a quienes se liga por miedo y culpable omisión el cura Varios. No es difícil hallar, en estos inicuos individuos, trasuntos de Pedro Páramo y el padre Rentería. En torno a la tragedia de Fátima gravitan su madre, Imelda Moreno, y el hasta entonces falso vidente Sixto Sevilla, quien, al tener una real visión del crimen, se estrella en sus intentos de obtener justicia para la joven perversamente sacrificada.

Otro gran núcleo dialógico en Hormiguero son los adultos, padres y profesores de sus jóvenes heroínas: el cavilante y obsedido profesor Hermes, las beatas a disgusto Beatriz, Cuca Sierra, Nena Marmolejo y Pimpinela, así como las despóticas “empoderadas” Ello Mamesa y Señorita Secante. Alrededor de ellas, revueltos mas nunca juntos, están la pareja de fallidos amantes Lucrecia y Abelardo. Y más marginal aún, el pedante Ese Quien, típico modelo aldeano de la autoría frustrada. Estas creaturas, usuarias terminales de sí mismas, se presentan con sus malogros, intolerancias e hipocresías para dar lastimera cuanto risible sustancia a su infierno grande, la mínima ciudad en que vegetan.

Tres personajes secundarios, el senil Carlos Cebrera secuestrado, vejado y torturado por sus sirvientes Mecánica y Renu, parecen lúgubre reduplicación del triste y real secuestro de Nelly Campobello a manos de sus protegidos Claudio Fuentes y María Cristina Belmont. Con esa y algunas otras anécdotas, Hormiguero completa sus círculos infernales en la selva oscura que es la innominada ciudad del vicio donde expían cien pecados sus habitantes.

Abre y cierra la obra, testigo de todas estas miserias y esplendores, el enigmático Diógenes, cuyo desapego a los acontecimientos ilumina las tramas tan variadas que les toca testimoniar sin inmutarse.

Entre las muchas virtudes de esta novela de Fernando Solana Olivares no está ausente la levedad que recomendaba Calvino en sus propuestas para el nuevo milenio. Pese a su densidad y multiplicidad, la lectura de Hormiguero transcurre con vertiginosa presteza, sin ser nunca ligera ni mucho menos light.

Hay un admirable método en Hormiguero para contar la multánime vida de una ciudad provinciana que es nada menos que todo México, y acaso el mundo. Sin dejarse ver ni por un momento, el novelista narra con empatía, humorismo, no pocas veces con afectuosa complicidad, las andanzas admirables, atroces, grotescas o misteriosas de quienes habitan el hormiguero humano. Gracias a la destreza y sabiduría de Fernando Solana Olivares podemos introducirnos en ese inframundo que, para nuestra estupefacción, es el llano en llamas donde penamos a diario sin darnos cuenta.

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