Fernando Solana Olivares
Yo digo agua y los demás escuchan hielo. Yo digo hielo y nadie me hace caso. Yo creo que mi sexo es un cordón de plata que se enreda en las trampas del deseo. Yo sé que muy temprano empecé a preguntar el nombre de las cosas y que entonces mi madre dejó de llevarme con ella los luminosos sábados al mercado. Yo hago que mis amigos dejen de quererme. Yo estoy en el mundo y para estar me atrofio. Yo estoy en el mundo y no estoy con nadie. Yo leo: todas las certezas me llevan al intelecto. Luego les doy la vuelta y la emoción dice que tiene hambre. Yo voy a una inauguración y la destruyo, me encanta terminar. Yo reservo la dignidad de mi cinismo. Yo soy mi cinismo: ¡ay, qué cínico!, me digo. Yo. A aquella la sorprendo y a ésta la asusto. A ese lo destruyo y al siguiente lo ignoro, porque al otro lo desprecio y al de por aquí no lo he visto jamás: yo. ¿Por qué?, me preguntó ella. No lo sé, dije yo. Una vez caminé para alcanzar un faro, a lo mejor por eso. Yo no estoy convencido de que la materia no tenga un telón de fondo, un carácter de ilusión. Yo no sé escribir pero debo hacerlo, nunca estudié. Nadie estudia, algunos aprenden, pocos parecen comprender. Quien comprende se va, ya casi nada puede enseñarnos. Yo no he aprendido, comienzo y recomienzo y en cada caída me digo que para mí sólo basta el intento. ¡Éjele! El intento. Yo me masturbo, doy vueltas por la plaza pegado a mí. Yo veo que a él lo matan y a mí me acusan, lo acusan, lo mato: yo. Yo escucho viejas canciones para cachondear con musas desvanecidas. Yo copio al poeta y digo que a mi madrina la embrujó la luna y que una dama de ardiente cabellera veló mi sueño en torno de mi cuna. La lírica yo. Eso me falta: ella, mí, yo. Yo soy mi casa y a veces por la tarde quiero irme de ahí. Yo oigo ruidos atrás de la pared. Yo he visto que mi muerte está sentada a mi izquierda y no puedo hablar con ella, mi cazador. Yo he vivido en las azoteas, repitiendo que lo mejor es encerrarse dentro de una bolsa de cemento. Yo camino en el lenguaje. Yo camino por aquí. Yo le tengo miedo al lenguaje. Yo sueño sueños hermafroditas. Yo leo evangelios apócrifos porque hace mucho abandoné a los magos. Yo estoy en un acto de necesidad. Fui vecino de Raskolnikov y en una cubeta guardé los trozos del cadáver de mi hermano, después me puse a cantar. Tantas palabras para otro crimen: mi comunión. Cuando me ocurre, lamento entretenerme. Me voy, se me hace tarde, tengo prisa. La gramática la inventó un demonio que fue su primer profesor. Yo he tenido putas de rubor helado y he probado el santo olor de sus genitales. Una noche me exalté en un puerto y bauticé su perfección, saqué del bolsillo mis penas y les ordené bailar. Todo perdido, nada perdido, musitó Flaubert, un hombre gordo, a mis espaldas. Yo conocí a Stravinsky por la mujer que amo. Colgó una imagen del hombre cara de pájaro en un muro de la pieza y me convidó para oficiar el amor a ciegas. Despierto todos los días, guardo mis sueños en un cajón y repito en voz alta las líneas del viejo Dharmakirti. Yo digo: “Nadie atrás, nadie adelante. Se ha cerrado el camino que abrieron los antiguos. Y el otro, ancho y fácil, de todos, no va a ninguna parte. Estoy solo y me abro paso”. Luego me asaltan los fantasmas de lo diario: los hasídicos que aparecen muy temprano, los zapotecas que surgen a mediodía, la raja entre los mundos que se muestra en el crepúsculo. Si veo una araña antes del sueño confío en sus augurios temáticos: me digo que algo tejeré. Yo sueño un mismo sueño todas las noches, ésa es la sequía de mi corazón. Medito inmóvil para domesticar mis desvaríos, penetro al desierto del silencio y la atención. Entonces digo agua y algo dentro de mí escucha hielo: es la hipótesis inútil, la fracasada sustitución de mi primera persona, las letras equívocas de la máscara sobre mi piel. Yo.