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Orson Welles y el detective

En 1939 Orson Welles no era famoso más que por haber causado un escándalo el 30 de octubre de 1938 con su emisión radiofónica de La guerra de los mundos, con la cual esparció terror cuando varios oyentes tomaron como un noticiero real la adaptación de la novela de H. G. Wells presentada por el Teatro Mercury del Aire, la compañía de Welles y John Houseman.

Después de afrontar reclamaciones por su versión del ataque marciano, Welles se embarcó a principios de 1939 en su proyecto teatral La muerte de Danton, su puesta en escena más ambiciosa hasta entonces. A diferencia de sus anteriores montajes, resultó un fracaso.

Con su Teatro Mercury del Aire cancelado y liquidado, Welles y Houseman buscaron en Nueva York una nueva fuente radiofónica de ingresos. La hallaron en la Casa del Teatro Campbell, con el patrocinio de la conocida enlatadora de sopa. Desde diciembre comenzaron a producir versiones de libros que Welles elegía, varios de los cuales están completamente olvidados, con la excepción de Rebeca, de Daphne du Maurier, y Adiós a las armas, de Ernest Hemingway.

Howard Koch (descubierto gracias a su guion para La guerra de los mundos) continuó trabajando con Welles y Houseman en las adaptaciones hasta marzo, cuando renunció para enrolarse en los estudios cinematográficos.

El último guion que Koch preparó para la Casa del Teatro Campbell fue La llave de cristal, adaptado de la novela de Dashiell Hammett. Por entonces era Hammett un muy popular autor de historias policíacas, surgido de la revista Black Mask. Sus relatos y libros ya tenían siete adaptaciones cinematográficas; John Huston estaba por realizar la más famosa de todas: El halcón maltés.

El argumento de La llave de cristal es sencillo: Ned Beaumont, guardaespaldas del cacique Paul Madvig, debe hallar al asesino del hijo de un senador, pues culpan a su jefe del crimen. En la pesquisa, Beaumont se enfrenta no sólo con gangsters, sino con la corrupción de las fuerzas policiales y de las autoridades. La novela sucede en San Francisco, pero por las prácticas de corrupción que detalla, podría pasar en cualquier ciudad estadounidense o en otros países americanos.

Frank Tuttle ya había empleado en 1935 un guion de Kathryn Scola, Kubec Glasmon y Harry Ruskin a fin de llevar al cine La llave de cristal. Fue un vehículo eficaz para lucir a George Raft, bailarín y actor conocido por sus relaciones con el hampa de la época.

Koch, Welles y Houseman consiguieron sintetizar en cuarenta y cinco minutos las peripecias de Ned Beaumont. Paul Stewart se hizo cargo de interpretar al guardaespaldas; Welles, de darle voz a Paul Madvig, el cacique a quien el detective debe librar de sospechas. La versión radiofónica (asequible en Internet) es concisa, eficaz, absorbente.

Welles eligió la novela porque, como explicaba al final de la emisión, “en cierto sentido, es más que un relato de detectives. Algún día quizá los historiadores la consulten como un documento social, como una imagen meticulosa, si bien deprimente, de casi cualquier ciudad estadounidense del pasado no tan distante. Dash Hammett, uno de los mayores cronistas del período, llega con honestidad por su conocimiento de los oscuros caminos del bajo mundo. Antes de que publicara una sola historia, mucho antes de que fuera a Hollywood a crear este detective cinemático, él mismo fue investigador privado (‘Dick’, en lenguaje coloquial)”.

El actor y director aún agregaba: “Estoy seguro de que [el novelista] no objetaría contarles la historia de su mayor caso. Caso mayor, en el sentido de que lo contrataron para buscar una de las cosas más grandes que puedan imaginar: una rueda de la fortuna. Como amigo del señor Hammett estoy autorizado para informar que puso sus manos en la rueda de la fortuna y la devolvió a su propietario, pero ignora, y nadie lo sabe a la fecha, qué pasó con ella. Quizá escapó a Sudamérica disfrazada de montaña rusa o de carrusel. Hammett sin embargo, frustrada su carrera de detective, eventualmente se pasó a la literatura, y yo, por mencionar a alguien, estoy agradecido de corazón. Hay muchos detectives, pero un solo Dashiell Hammett”.

Mientras realizaba esta y otras emisiones radiofónicas, Welles se embarcó en su mayor proyecto teatral: una fusión de las tragedias históricas de Shakespeare que tituló Cinco Reyes. La producción no fue sólo un fracaso, sino que reveló en el joven director de 24 años de edad un incontenible afán por realizar montajes escénicos de manera obsesiva, caprichosa, causando gastos que enloquecían a los productores.

Con su carrera a punto de extinguirse en mayo de 1939, a Welles le llegó en junio una oferta asombrosa: la compañía RKO Pictures le ofreció cien mil dólares por la primera película que dirigiera y actuara, más ciento veinticinco mil por la segunda. Además, le dieron control total sobre la filmación y la edición. Welles se puso a trabajar en una adaptación de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Sin embargo, el proyecto fue cancelado en diciembre de 1940.

En junio de ese año, agobiado por deudas de su compañía teatral y con su ex esposa Virginia exigiéndole pensión tras el divorcio, Welles recibió del escritor Herman Mankiewicz un guion titulado “El Americano”, del cual le venía hablando desde febrero.

La historia del inescrupuloso dueño de un diario que aspiraba a convertirse en presidente de los Estados Unidos para terminar frustrando todos sus proyectos, además de arruinar la vida de las personas más próximas a él, fue trabajada por Welles para disimular los paralelismos con el magnate William Randolph Hearst, hasta convertirla en Ciudadano Kane, su primera obra maestra en film.

Welles no lo previó, pero acaso su personificación del cacique Paul Madvig —al cual dio voz en su programa radiofónico— prefiguraba a Charles Foster Kane, personaje que marcó su carrera con la carga de la genialidad y de una fatal impericia empresarial. Tras las pérdidas que causó Kane, Welles quedó condenado a un doble desempeño: como actor de filmes inanes con los cuales obtenía dinero, y como creador de geniales cintas que consumían todas las ganancias duramente acopiadas durante sus 45 años como director y actor.Welles murió en 1985 sin poder concluir su última película, Don Quijote. Es inevitable ver en esa vicisitud la cifra de su destino.

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