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La necesidad de salir para estudiar, el deseo de volver y retribuir

*El acceso a la educación es otro de las factores detonantes de la migración, incluso de forma interna, entre comunidades de la misma entidad, pero sobretodo es un poderoso factor de expulsión de personas, que de otra forma no tendrían oportunidad de alcanzar los estudios universitarios

Por Raúl F. Pérez Lira

Ciudad Juárez, Chih.- Cuando Constantino era un niño y vivía en la sierra de Oaxaca, su tarea
en la familia era cuidar a los animales de la casa. Todos los días se levantaba a las cuatro de la mañana para ir al molino del pueblo. Luego regresaba con el maíz ya molido y sacaba a los borregos para pastorearlos.

Junto con sus hermanos, jugaba a que ellos eran los maestros, mientras que los borregos eran los alumnos. Regresaba a la casa —un cuarto construido de madera— en la que vivía con sus padres y siete hermanos, encerraba a sus animales, desayunaba una gran tortilla de maíz con salsa que había preparado su madre y se iba a la escuela. La familia subsistía de sus cosechas, de los animales domésticos y de los apoyos de gobierno que implementaban de vez en cuando, con los que podían comprarse algo de ropa y zapatos.

Desde que era niño, Constantino Hernández López quería ser maestro o abogado. Por eso
seguía yendo a la primaria, aunque el cuidado de sus animales y otras tareas del hogar no le
permitía ir todos los días. Además, recuerda, muchos de los profesores que llegaban a La
Corregidora, Tierra Colorada, la comunidad del Distrito de Nochixtlán, de donde es originario, no hablaban mixteco y no les entendía. En esas ocasiones, recuerda, se sentaba a ver si el poco español que sabía le servía de algo.

Era el día de su graduación de la primaria. Su tío fue a visitarlos a su comunidad y le hizo una
propuesta a la familia.
—Se me hace que tu hijo va a ser bueno para estudiar, ¿me lo puedo llevar?—, le dijo al padre de Constantino.
—Si quieres, llévatelo —le contestó y luego volteó a ver a Constantino—. ¿Quieres irte?
—Sí, sí me quiero ir.
Constantino tenía 11 años cuando se fue con su tío a vivir a un poblado del municipio de Matías Romero, en el Istmo de Tehuantepec, otra región de Oaxaca, para cursar la secundaria. Aunque sus compañeros y sus compañeras eran de origen indígena, a Constantino le hicieron sentir que era diferente.

“Era el mismo estado, diferentes lugares, pero con mucha discriminación”, recuerda
Constantino. “Todavía me acuerdo cuando los mismos niños te ponían muchos apodos y
justamente era porque yo no podía hablar el español”.

Un día a Constantino lo mandaron a llamar desde la caseta telefónica del pueblo. Se acercó y
escuchó la voz de padre. Estaba en Ciudad Juárez. Un hermano suyo había intentado cruzar la frontera con los Estados Unidos junto con una prima, pero no pudieron. Encontró trabajo en una maquiladora, donde le pagaban el doble que en el trabajo que tenía en la Ciudad de México, además de comidas diarias y prestaciones. Entonces invitó a su padre y al resto de la familia a irse a trabajar con él. Cuando Constantino recibió esa llamada, tenían seis meses de estar en la frontera.

Al principio, su padre tenía pensado quedarse sólo una temporada. A lo mucho dos meses.
Pero encontró trabajo de limpieza en una maquila y ahí se quedó. Pronto vendió los animales que tenían —los borregos que Constantino y sus hermanos cuidaban cuando eran niños—, y abandonaron la idea de regresar en un tiempo cercano. Cuando Constantino terminó la secundaria, dejó Oaxaca y fue a reunirse con su familia al otro lado del país.

“Era 1999. Cuando llega mi hermano antes ya habían llegado otras personas. Entonces se
empieza a correr la voz y se empiezan a venir familias completas”, cuenta Constantino. “La
migración siempre ha existido. Yo siempre me imaginaba que si quería ser alguien no tenía que estar en la comunidad”.

Como era menor de edad, a Constantino le costó conseguir trabajo, por lo que con su madre
recorría las calles de Ciudad Juárez recolectando latas de aluminio. Consideró irse a E.U.,
como lo estaban haciendo otros miembros de la comunidad, pero decidió quedarse en la
ciudad con su familia. Quería seguir estudiando para ser maestro o abogado y las personas
que se iban terminaban trabajando en el campo.

Su padre, en cambio, no quería que su hijo estudiara. Quería que trabajara, como todos los
demás. Por eso, cuando por fin consiguió empleo en una maquiladora donde podía estudiar la preparatoria abierta, se llevaba una libreta a escondidas y avisaba a su familia que se quedaría a trabajar “horas extras”. Pero el idioma seguía siendo un impedimento y no lograba pasar sus materias, por lo que buscó una escuela diferente en la que pudiera tener mejor atención de parte de los maestros.

Constantino entró a otra preparatoria abierta y estudió mientras trabajaba en una u otra
maquiladora, según cuál pagara mejor. En una ocasión renunció, después de tres años de
trabajo, pero como no conocía sus derechos laborales no cobró su finiquito. Incluso, recuerda, no sabía lo que eran las vacaciones, por lo que nunca las tomó. Él y su familia buscaban adaptarse a Ciudad Juárez, pero el cambio del mixteco al español, de lo rural a lo urbano, de la sierra al desierto, seguía siendo un cambio muy drástico.

“La gente cuando venimos de otros lados queremos adaptarnos. Yo me acuerdo que en aquel entonces la gente se vestía de cholo y nosotros nos vestíamos así como ellos. Buscábamos como que grupos con quién juntarnos, como qué queríamos. […] Cuando yo llego aquí, nuestra comunidad era muy unida. Festejábamos todas las fiestas que acostumbrábamos en el pueblo. Con el tiempo las fuimos perdiendo. Yo escuchaba los comentarios de ‘híjole, qué andas haciendo en eso’ y uno por querer encajar en el grupo a veces uno lo tenía que ir dejando.”, cuenta.

“Era 1999. Cuando llega mi hermano ya habían otras personas. Entonces se empieza a correr la voz y se vienen familias completas”, cuenta Constantino. “La migración siempre ha existido. Yo siempre me imaginaba que si quería ser alguien no tenía que estar en la
comunidad”.


Con grandes sacrificios Constantino se graduó de leyes, tiene una maestría y está estudiando
un doctorado. Su vida profesional la combina entre litigios privados, la docencia en las
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez y en la de Chihuahua, además de trabajar para la
representación en Juárez de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas del Estado de
Chihuahua, o CEAVE. Ahí, dice, se sintió bienvenido por la anterior comisionada.

“En su momento dijeron que lo ideal era que estos espacios los ocuparan personas con cierta sensibilidad, que conocieran las comunidades indígenas para que pudieran dar una buena atención”, recuerda.

Aunque han pasado toda una vida en Ciudad Juárez, Constantino anhela regresar a La
Corregidora. Pero a su familia le costaría mucho acostumbrarse a la vida que él alguna vez
tuvo. Aunque muchos de sus vecinos y familiares han emigrado, el pueblo parece estar igual
que cuando se fue. Su hijo y su hija —se casó con una mujer de Veracruz— han vivido toda su vida en Juárez, una ciudad de más de un millón de habitantes, y no hablan el mixteco, aunque sí le dicen a su padre que quieren aprenderlo.

Como muchas otras personas que han salido de la comunidad y otras aledañas, la familia de
Constantino ha comprado terrenos y casas en Asunción Nochixtlán, la cabecera del distrito.
Piensan regresar para quedarse a vivir ahí, pero no han dado ese gran paso: el regreso a la
tierra que los vio nacer.

“Yo le digo a mi familia que mi sueño es regresar a mi pueblo. Yo sueño con volver, no sé
cuando, pero espero que sea pronto”.

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