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El insondable maestro K

              

Fernando Solana Olivares

Esa definición, “maestro”, le hubiera parecido impropia a este deconstructor espiritual contemporáneo, antiautoritario y antidogmático, no filósofo ni retórico, poco discursivo, simple y preciso, insondable y enigmático. 

            Si la historia de esta época cuenta con tantos monstruos y demonios, en ella también hay personajes extraordinarios cuyo mensaje resulta compensatorio de los desvaríos de una civilización materialista terminal y atenúa la sensación de ocaso que nos rodea.  La pregunta de cómo resolver la infelicidad de la conciencia y el cuerpo humanos ha sido permanente. Este hombre parece haberla resuelto.

             Su biografía es tan singular como lo que dijo a lo largo de más de cincuenta años de pláticas impartidas en todas partes ante diversos auditorios, su único método de divulgación elegido, pláticas que se hicieron libros, junto con dos pequeños volúmenes escritos por él mismo en sendos cuadernos sin ninguna corrección, como si le hubieran sido dictados, Diario y Diario II (Hermes Sudamericana, México, 1992)—. 

             Krishnamurti, Krishnaji o sencillamente K —como lo habría prefigurado Kafka sin saberlo—, nació el 11 de mayo de 1895 en un pequeño pueblo hindú entre Madrás y Bangalore. Su padre era un brahamín ortodoxo miembro de la Sociedad Teosófica, organismo seudo religioso y seudo místico fundado en 1875 por dos personajes tan sórdidos y dudosos como su charlatanería neo espiritual. 

             Los sucesores de Helena Petrovna Blavatsky —una rusa operadora de milagros, supuesta clarividente y fraudulenta médium (ella misma todo un tema para la historia moderna de la antipolítica del espíritu, los antecedentes de la Nueva Era y el pensamiento mágico e irracionalista masificado)— y del coronel Henry Steel Olcott —veterano de la guerra civil estadounidense que también pretendía ser un iluminado clarividente—, Annie Besant y Charles W. Leadbeater, “descubrieron” a K a los catorce años mientras paseaba con su hermano menor por la playa donde el río Adyar confluye en la Bahía de Bengala, lugar que pertenecía a la Sociedad Teosófica y en la cual su padre había sido contratado como empleado. 

           Fue Leadbeater, un antiguo clérico anglicano y discípulo de Blavatsky, quien reparó en un niño desnutrido, empiojado, cubierto de piquetes y que parecía algo retrasado. Cuando menos particularmente torpe. Al verlo dijo que tenía el aura más maravillosa que hubiera conocido y que sería un gran maestro espiritual. El adolescente fue designado como el vehículo que utilizaría un Buda futuro, Maitreya, para manifestarse en el mundo. Se creó una orden, la Estrella de Oriente, que llegó a tener más de veinte mil miembros, y a ese tímido y como ausente jovencito se le puso a la cabeza la congregación. Se le declaró Instructor del Mundo y se le entregó, como él mismo diría después, “un poder tremendo”.

           Basado en las creencias teosóficas  —un batiburrillo de hinduismo, espiritismo y budismo indigestos, que en México, por cierto, pudo haber compartido el presidente Francisco I. Madero—, ese poder y esa designación fueron rechazados por K en un memorable 1928, cuando durante la Convención Teosófica abolió la Orden de la Estrella y declaró que no tenía discípulos, que todas las ceremonias eran innecesarias para el desarrollo espiritual de cada quien. 

            “Rehúso ser la muleta de ustedes. No dejaré que me pongan en una jaula para adorarme”, dijo en un sorprendente discurso. Después se marchó sin seguidores o devotos detrás, habiendo advertido que no se preocuparan por quién era él ya que nunca lo sabrían, no para alimentar un misterio sino precisamente para desautorizarlo. El resultado de ello derivó en el surgimiento de uno de los últimos maestros espirituales de la historia tardomoderna, tan concreto como los tiempos requieren, sin ninguna creencia, sin ningún dogma, sin ningún miedo psicológico, sin ninguna herida emocional.

            Después de un suceso de tres días donde vivió un profundo estado de supraconciencia y arrobamiento místico —“estaba ebrio de Dios”, explicaría después—, K comenzó a trasmitir un nivel de reflexión que hablaba de cosas vitales: la vida, la muerte, la libertad, el dolor, el ser. Muy poco culto, estudiante fracasado en Londres, influenciable y dócil, bondadoso pero en apariencia vacío cuando joven, de este hombre hay testimonios contrapuestos. Uno de ellos afirmó que en sus primeros años se le creía subnormal e impedido, otro aseguraba que K siempre fue el mismo iluminado. Y una tercera opinión hacía constar que su presencia era noble, llena de gracia, serena y poderosa. La gente se enamoraba de la belleza de K.

            Una nota periodística de abril de 1983 acerca de las pláticas de K en un rebosante Madison Square Garden de Nueva York consignaría: “Nos encontramos con un hombre atento y tímido que parecía dotado de una paciencia infinita, si bien al mismo tiempo exhibía una gran vehemencia y un sentido misionero (…) un hombre verdaderamente libre que, sin proponérselo, había alcanzado un tipo de anarquía espiritual, una perspectiva profundamente moral y sagrada, por completo independiente de las ideologías o religiones ortodoxas”. 

              En una ocasión, al pronunciar una plática en la Italia de Mussolini en 1933 delante de cardenales, obispos y generales, K habló contra todo tipo de autoridad, de devoción, de idea, de partido. Para empezar, contra la autoridad interior de cada cual (“yo nunca acepté la autoridad y nunca ejercí autoridad sobre otros”, dijo alguna vez). Al día siguiente sólo estaba una anciana en el auditorio para escuchar a quien durante años repitió solamente algunas nociones básicas: la necesidad de abandonar el miedo psicológico, la necesidad de abandonar las imágenes mentales que ese miedo produce, la necesidad de abandonar el tiempo que esas imágenes mentales inducen en el pensamiento, la necesidad de abandonar el mismo pensamiento.

              Suena drástico pero es objetivamente exacto. K afirma que la memoria psicológica es la causante de la infelicidad humana y que el futuro sucede ahora, al modo de un clínico de la conciencia, un sanador del sufrimiento mental que siglos atrás habría elaborado una filosofía dogmática y ahora, en esta intemperie histórica donde las certezas se han evaporado, sólo tuviera disposición y energía para hablar de la verdad sin adornos, desnuda. Y para proponer a sus oyentes el alcanzarla sin método alguno, volviendo así más insondable su lección. 

                                                   II.            

Desde su infancia K no pensaba. No solía hacerlo sino en los momentos en que le era indispensable. En los otros, no. Miraba el mundo como si cada vez fuera la primera vez que lo hiciera, sin aplicar ideas, comparaciones o juicios a su observación. Por ello su maestro de párvulos lo consideraba retrasado y lo castigaba enviándolo a un rincón, cuidándose antes de apalearlo. La clase llegaba a su fin, todos se iban y K quedaba olvidado ahí.

         “Cuando el observador abandona todo lo que él es, entonces el observador no existe. Esto no es muerte. Es lo intemporal”, escribió K años después en su Diario II, un testimonio sobre la conciencia obtenida que no apela a deidad o potencia alguna, que no propone método ni convoca ninguna creencia o convicción excepto esta: la verdad está aquí.

        ¿Pero qué es la verdad para K? La verdad consiste en liberarse de lo conocido para liberarse del tiempo y ver el mundo como una totalidad en transformación de la cual se forma parte. La verdad se alcanza cuando uno se absuelve de todas las imágenes mentales, ese hábito pertinaz que lleva a la persona al miedo psicológico y al dolor. 

        El meollo de esta doctrina no es novedoso, no tendría que serlo para ser real, pero sí el modo narrativo en que se expresa. Nuevo y tajante, según la tesis que caracteriza a K como el maestro postrero de una edad histórica donde todo lo sólido se desvanece, el divulgador de una hermenéutica para la transformación personal en momentos de confusión generalizada, de valores en extinción, especies en peligro, calentamiento global, militarismo apocalíptico, frente al final de un mundo y el colapso de su civilización. En la tardomodernidad surgen reflexiones que difunden otras maneras de vivir la existencia, otros recursos epistemológicos ante la aguda infelicidad del presente y el deterioro global que se anuncia venir.

         En 1936 K visitó México e impartió una de sus habituales charlas, sentado en una silla en el escenario y silencioso algunos minutos antes de comenzar a hablar, en tanto exploraba al auditorio, al cual pedía no aplaudir ni antes ni después de sus palabras, pues “estarían premiando solamente su propia comprensión”. Todos los testimonios coinciden en reconocer una poderosa y concentrada fascinación en la oratoria de K, una sencillez inusual y una concreta claridad en lo que decía, aunque no ofreciera jamás un modo de llegar al sitio perceptivo sin imágenes mentales donde él parecía estar. Como sucedía siempre, esa conferencia de K en el México cardenista transformó a varios de quienes lo escuchaban, cuando menos durante el acto mismo, porque supieron de la posibilidad de un vivir sin repeticiones ni tedio, acto extraordinario pero enteramente posible que ocurriría en medio de la existencia misma, ocurriría aquí.

            “La esencia de la enseñanza de K —escribió refiriéndose a sí mismo en tercera persona como siempre lo acostumbró— está contenida en la declaración que él hizo en 1929 cuando dijo: ‘La Verdad es una tierra sin senderos’. El hombre no puede llegar a ella a través de ninguna organización, de ningún credo, de ningún dogma, sacerdote o ritual, de ningún conocimiento filosófico ni de técnica psicológica alguna”. 

            Así fue la aparición crítica de un discurso objetivo y perentorio que describe las imágenes mentales construidas internamente como meras defensas humanas —“su percepción de la vida está moldeada por los conceptos ya establecidos en su mente”, indicó K en alguna entrevista, hablando de cualquiera y de todos— que conducen a ideas, símbolos y creencias dominantes del pensar, de las relaciones humanas y de la vida cotidiana. Sólo propone aceptar una única y determinante libertad personal: la total libertad con respecto al contenido de la conciencia. La libertad de no pensar más que cuando se requiera pensar.

          Y aun su concepto de libertad es diferente al de cualquier otro enseñante o gurú: “La libertad es observación pura sin dirección, sin el miedo que se esconde tras del castigo y la recompensa. La libertad está exenta de motivo; no se halla al final de la evolución del hombre sino en el primer paso de su existencia”. Así disolvería este personaje sin linaje ni pertenencia el par de opuestos del observador y lo observado, para concretarse en la operación perceptiva que conduce a la libertad de la conciencia: observar cualquier cosa y suceso sin juicio comparativo, solamente observar. Contradijo también el orden evolutivo que nuestra cultura predica. La conciencia iluminada o supra consciente puede ser común y accesible a toda aquella persona que se proponga lograrla.

            La causa de dicha condición consiste en que esa forma de mirar el mundo sin prejuicios ni comparaciones existe potencialmente en cualquiera decidido a abandonar las imágenes mentales automáticas que produce el pensar, cualquiera capaz de atreverse a mirar sin pensar. Un método no metódico para lograr el cambio “profundo y radical” al que su enseñanza exhorta: observar nuestra existencia diaria mediante una percepción directa y sin interpretaciones para comenzar a descubrir nuestra completa falta de libertad. “El pensamiento es tiempo —escribió K unos años antes de morir—. El pensamiento nace de la experiencia, del conocimiento, que son inseparables del tiempo. El tiempo es el enemigo psicológico del hombre. Nuestra acción se basa en el conocimiento y, por lo tanto, en el tiempo; de modo que el hombre siempre es esclavo del pasado.”

        Ningún dios tutelar ni ningún credo protector, ninguna filia y ninguna fobia, nombre o entidad. K sólo habló desde la verdad objetiva de su lacónico mensaje: liberar completa y repentinamente la conciencia del ser humano actual. Sería ocioso (los físicos dirían: atender epifenómenos) especular por lo que fuera —“algo” o “alguien”, como afirmó primero y luego expresó ya próximo a morir— que estuviera actuando a través de la profunda y sencilla sabiduría de K, quien anunció que no dejaba ningún discípulo y que nadie podría hablar en su nombre. 

        La historia es una cuestión de permutaciones. Cuando todas ellas hayan sucedido, el tiempo histórico terminará. K propone un paso lateral: salirse de él. Aprender a observar sin juicio previo, abandonar el miedo de la memoria psicológica y alcanzar la libertad mental. Aceptar la claridad de que el futuro es hoy.

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