Ediciones: la dependencia ineluctable

No habrá final feliz se titula una popular novela de Paco Ignacio Taibo II. Ese título podría ser también el emblema de los editores en Oaxaca. Para empezar, porque la tarea del editor no tiene término, salvo cuando interviene la muerte. Y aun así, es preciso recordar que las ediciones póstumas no son inusuales, tanto para los autores como para sus editores. Sobre todo, en un ámbito donde el editor puede morirse en medio del laborioso y dilatado proceso que implica poner un libro en manos de sus lectores. De por sí, un editor es consciente de que en México su oficio está condicionado no sólo a las naturales demoras que dependen del autor y de los plazos de las imprentas, sino también de los temibles e impredecibles vericuetos de la burocracia gubernamental.

En Oaxaca las inercias de la burocracia en materia editorial llegan al inmovilismo. Debido a que la tarea del editor implica necesariamente recursos financieros para cumplirse a cabalidad (inclusive en esta época de ediciones virtuales), la burocracia con sus mecanismos dilatorios constituye un obstáculo a veces insalvable para el editor, cuyos esfuerzos lo conducen a veces a un callejón sin salida en el purgatorio de los recursos nunca aprovisionados. Por eso, inclusive si la edición de un libro logra ser concluida, al editor su logro no le deja una sensación de felicidad, sino, a lo más, de alivio por haber sorteado gran número de sinsabores. Y hay casos en que la amargura por el esfuerzo infructuoso es el único resultado de este oficio.

Si bien se extiende por todo México una especie de moda que agrupa a muchas editoriales en el rubro de la independencia, es necesario señalar que esa cualidad es menos una realidad que un buen deseo. Publicar libros en este país no sólo es costoso, sino extremadamente caro en no pocos casos. Y el destino de las ediciones en un país de escasos lectores de libros, por lo general es la descapitalización del editor, quien tiene que ser también gestor financiero y empresario. Por ello, casi a fuerza, los editores deben recurrir al capital gubernamental para subsistir.

Para empezar, habría que distinguir entre el editor comercial y el editor oficial. El editor comercial, en principio, es un empresario que se dedica a producir y vender libros. Pero esta definición simplificada guarda en la realidad grandes complicaciones. En realidad, el editor comercial es un apostador: apuesta a producir y promover un producto de muy arriesgadas características, salvo que lo inscriba en nichos de consumo específicos. Los libros de texto son un nicho seguro para un editor, pero en México esa oquedad está copada por unas pocas empresas, varias de ellas transnacionales.

Es conveniente recordar un caso con destino venturoso en Oaxaca: el de Editorial Almadía, empresa regida por Guillermo Quijas, que surgió en 2005 y en poco tiempo se ha ubicado dentro de las más conocidas de México. Varios factores económicos han contribuido a la buena marcha de esta negociación: para empezar, su base es una empresa librera y papelera altamente exitosa, la Proveedora Escolar, creada por un profesor de nombre auspicioso: Ventura López. El capital de esta empresa permitió a su nieto, Guillermo Quijas, contar con un fondo para elaborar productos editoriales. Además, una serie de tratos afortunados con diversas entidades públicas permitió a Almadía desde sus inicios acrecentar su producción: en 2005, la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes adquirió un tiraje excepcional del enorme volumen Entrecruzamientos I, II y III, de Leonardo da Jandra; en 2007, el Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca aportó recursos para el tiraje de Cartografía de la literatura oaxaqueña actual (ejemplares que la misma institución acabó desechando por kilo, como  si fueran papel de desperdicio); en 2008, la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca adquirió, para su Biblioteca UABJO de Autores Contemporáneos, tirajes completos de cinco títulos de la editorial: La polca de los osos, de Margo Glantz, Ícaro, de Sergio Pitol, En busca de un lugar habitable, de Guillermo Fadanelli, La jornada de la mona y el paciente, de Mario Bellatin, y Los culpables, de Juan Villoro (aún se conservan en bodegas universitarias numerosos ejemplares de esas obras.) En 2008, también, un tiraje de 80,000 ejemplares de Diario de un niño en el mundo, de Miguel Ángel Moncada y Claudia Benítez, fue adquirido por la Secretaría de Educación Pública para su Programa Nacional de la Lectura (uno de los autores asegura que el tiraje fue de 200,000 ejemplares, lo cual probablemente es una exageración). Y para las ediciones de Breve historia del error fotográfico, de Clément Chéroux, y El imaginario fotográfico, de Michel Frizot, en su colección Serie Ve, Almadía contó en 2009 con financiamiento de Conaculta, la Dirección de Literatura de la UNAM, Fundación Televisa y, por si fuera poco, la Embajada Francesa en México.

*Este texto fue censurado por Alonso Aguilar Orihuela en el año 2012.

Escritor, promotor de arte y cronista aficionado de absurdos sociales.

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