Skip to content Skip to sidebar Skip to footer

#8M ¿Qué se esconde detrás de nuestros silencios? ¿qué necesitamos para marchar o parar juntas?

Puedes dispararme con tus palabras, puedes herirme con tus ojos, puedes matarme con tu odio,y aún así, como el aire, me levanto

Maya Angelou

Por Argelia Rodríguez

¿Qué se esconde detrás de nuestros silencios? ¿Será miedo, rabia o frustración  por todo aquello que no se nombra, pero se reproduce a través de nosotras en forma de roles y de mandatos? ¿Es necesaria una fecha para poder parar y mirar lo que esconden?  El 8 de marzo de 2020 yo decidí parar y pude mirar cómo se vive el silencio desde otro lugar, no para ser políticamente correctas, sino para descubrir qué hay detrás de la feminidad impuesta por las generaciones que me anteceden, que luchan dentro de mí y evolucionan.

Ese 8 de marzo  de 2020, luego de escribir pancartas y preparar sopa caldosa para mi hijo, fui a la marcha de las mujeres. Hicimos el recorrido desde el Panteón General hasta el centro de la ciudad y mientras llegaba todo el contingente, varias compañeras descansamos las piernas en un bar del zócalo de Oaxaca. Hablamos de cómo el feminismo se estigmatiza como radical cuando se revienta una barreta en los cristales de un vehículo oficial y las niñas corren asustadizas bajo los brazos de sus madres, en medio de la rabia y el dolor. ¡Radicales!, gritan algunos.

Consignas antimetáfora se elevaron al cielo: “¡Machete al cabrón, ante una violación!   Un niño preguntó a su madre por qué están tan enojadas estas mujeres ¡Verga violadora, a la licuadoraaa…!. La mujer no supo responder y apresuró la salida de esta serpiente vestida de violeta alejándose entre bombas grafitteras y cámaras fotográficas capturan una quema en el teatro Juárez que viraliza un mensaje en redes sociales: Las feministas son radicales.

La marcha se detuvo en las puertas de la catedral. Frente a la fachada de cantera comenzó el mitín, donde se escuchó el llamado al paro 9M para el día siguiente. Inexplicablemente comencé a sentirme nerviosa. Me pregunté si podría sobrevivir al paro en mi casa. Con cuál de mis amigas podría ir a dormir esta noche. Habrá que sacar la fuerza, atreverse, pensé.

¿Puedo parar?

9 de marzo de 2020. Mi hijo de cinco años despierta. Se levanta sonriente como un solecito y luego sabe pedir de comer. Así como cuando aprendió que agua se dice agua, y que no se dice no con el cuerpo y con el habla. No sabe que hoy es 9 de marzo. Intento explicarle por qué hoy no serviré el desayuno (aquí me pregunto si también me tocaba prever o anticipar las soluciones cotidianas). Su padre nos observa en silencio con los brazos cruzados, inmutable ante el niño que llora, gimotea y exige a la mamá que lo atiende, lo besa, lo estruja y lo alimenta a diario. Abundo un poco, sólo un poco más en la explicación. Colapso. Su cuerpo pide cuidados para sanar, parece enfermo de una rara gripe. ¿Puedo parar o no parar?.

La exigencia se me enquista en la mandíbula como obligándome a servir. Acto pedagógico heredado por las mujeres anteriores a mi generación. Ellas, abuelas-tías-madres-hermanas-hijas-sobrinas-nietas, sirven a quienes llegan a casa. Con atención especial si son hombres. A ellos hay que ofrecerles un taco, un arroz muy bien hecho,  canela caliente o agua de limón —¿refresco? ¡Cómo  vas a creer!—. Aunque sea, un plato con frijoles. ‘Aunque sea’ (sic).

Registro este dato en mi computadora mientras me observo con calma. Netamente se me asoman las ganas de correr y resisto. Le pido a la fuerza del paro que se manifieste. Las plantas del corredor están secas. Hasta hoy que paré puedo mirar.

El hartazgo de no contar con un salario digno me entumece el hígado. RABIA, dice el Diccionario de las Dolencias y Enfermedades del Doctor Jacques Martel: “Agresividad contenida como factor activador”. Según el libro tengo tendencia a juzgar y a criticar con facilidad. ¿Sería mejor parar de exigir ‘resuelve tú, piénsale tú, limpia tú, paga tú, cuida tú’, por temor a que otra infinita discusión termine donde la desigualdad nos divide, nos enfrenta, resintiéndonos por lo mucho que hacemos en el intento de evadir la urgente necesidad de cuestionar-nos ciertos privilegios?, ¿tendría que parar mi rabia también frente a esta masculinidad hegemónica que circuncida la ternura a nuestros hijos y desaparece a las hijas por rebeldes y libres? Al final no saldríamos tablas.

Habrá que tomar decisiones contundentes con ellos. Desde los hijos hasta los nietos. Varones, hombres, masculinos. Antes de que terminen por asesinar a sus madres, a sus compañeras o a sus abuelas con el odio de adolescentes perpetuos contenido en sus hígados intocables, inmutables, alienables. ¿De quién es la ira que nos contiene? Interrumpo mi registro a las dos de la tarde. Mi hijo quiere comer, y pide que yo le sirva. Su padre ofrece ‘apoyo’ pero es inútil. Hago el segundo intento por sacar la fuerza del paro, y observo que en la relación de pareja se nos designa el ser didácticas y emocionales. Toca contener. Por ser maestra, por ser mujer nomás. La desigualdad se convierte en madeja dentro de mi garganta. Salgo de esta cárcel de sensaciones y abrazo al pequeño a mi pecho. Escucha mi latir y se calma. Parece percatarse, como yo, que en esa cocina estamos sólo él y yo.

15:00 hrs. Resulta difícil la alteridad cuando a mi cuerpa la atraviesan la deuda, la separación de basura, llamar a mi mejor amiga, la falta de seguridad social, las rentas por pagar, la comida por preparar, el cansancio mental por la precariedad, etc. Me es insuficiente la teoría de género, saber qué es la desigualdad o la equidad; mirar la lucha progre y el silencio pasmado de compañeros sin voz. Hasta este momento del paro la relación dialógica que implica criar y al mismo tiempo amar, nunca se ve. Y sí, quizá me ponga muy radical. Sí. Como la chica con barreta en la marcha de ayer, ¡qué importa quedar bien con nadie! A veces no hay modo de hacerlo desde otro lugar. El paro sigue su curso en la sobremesa, y tristes los platos sin lavar me dicen que no nos educan igual.

18:00 hrs. Después de comer mi hijo pide papel para dibujar. Nadie le resolvió. Al fin encontró una libreta y gestionó su propio espacio para pintar. Estoy en el corredor de la casa y viene hacia mí emocionado, con sus recortes entre los dedos para que hagamos el juego que ilumina a diario nuestro espacio para disfrutar. Le digo que busque a su padre,  porque mamá sigue en paro.  Ambos me miran incrédulos. Nadie jugó con él. Entonces recordé la charla de ayer en el bar. Una de las compañeras decía que no observa activismo de muchas mujeres por aquí, sino más bien partición entre feministas llamadas ‘institucionales’ y las que se denominan ‘autónomas’; que más allá de la lucha de egos habría que sentarse a conversar, a hacer las cosas desde lo más pequeño, aquello que no se mira pero transforma. Ahí está, según ella, el verdadero cambio. Y yo me pregunto cómo sabemos, feministas o no feministas, hacernos conscientes de aquello que sostenemos, desde otras formas de movimiento, subalterno, periférico, invisible. Esa ‘pequeña felicidad’ que nombra Rita Segato, esa que no se mira pero se siente, en el placer, en la dicha, en la lucha cotidiana de ser siendo nosotras mismas. Qué potencia se esconde en el paro para podernos mirar y evolucionar.

Una pausa detrás del silencio

El paro terminó con un masaje en los pies de mi hijo. Le ayudó a dormir mejor. Volví al territorio político que es para mí la cocina y, aún con la pañoleta verde en mi muñeca izquierda, enlisté las preguntas que me negué a responder en esta jornada de lucha: ¿Cuándo tiempo dejas el chorizo en el horno?¿Llevamos o no al niño al doctor? ¿Te quedas con él ‘aunque sea’ un ratito?; ¿puedes pagar la consulta médica mientras me depositan?  Ya son las diez de la noche, el niño quiere  lectura y abrazo de siempre ¿a qué hora terminas el paro?

Salud, cuidado, educación, crianza, sanación, economía, alimentación, estos y otros mandatos atraviesan nuestros cuerpos en su intensa lucha por seguir colocando en el centro el cuidado de  la vida entre todas, todos, todes.

Hoy es 8 de marzo y mi hijo -que ahora tiene 9 años- piensa en el mensaje que escribirá en su pancarta para la marcha infantil. Convoca su escuela junto a otras, con motivo del Día Internacional de la Mujer. Dice que hoy sabe por qué marchamos, también dice que se siente orgulloso de que yo publique este texto. Saldremos en contingente niñas, niños y adolescentes; maestras, madres y abuelas, feministas y no feministas. Desde este y otros espacios, educativos, colectivos, de cuidado y de crianza consciente nos uniremos a sus consignas, que son las nuestras también.

Foto: Carmen Pacheco. Archivo OM.

Cuatro años después de aquél 8 de marzo de 2020 me detengo a preguntarme ¿qué se necesita para poder parar y evaluar todo aquello que sostenemos? Quizá sólo es necesario escuchar al miedo chiquito que habita dentro del canasto de la ropa sucia cuando nos dice en voz bajita que echemos a lavar nuestra feminidad impuesta, impostada, impostora e impasible, para salir a las calles juntas y encontrarnos con esas otras, muchas y variadas respuestas que habitan detrás de nuestros silencios colectivos.

Deja un comentario

0/100

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.