Fernando Solana Olivares
El arte sucede. El arte no tiene para qué. Hacemos arte para no morir de realidad. Estas afirmaciones tratan de fijar un fenómeno evanescente, de multidefinición, para el cual no hay un canon inamovible. Menos ahora en esta época tan extraña y decadente y tecnológica, que mezcla todo con todo y afirma que lo que no tiene precio no tiene valor.
Durante mucho tiempo predominó en Occidente una perspectiva estética del arte, considerándolo como una mera complacencia de los sentidos. Una corriente de pensamiento contemporánea cree otra cosa: que el arte contiene una verdad superior que incrementa al ser humano. Una verdad que no se obtiene con algoritmos o sistemas, sino exponiéndose a las obras de arte, encontrándose con ellas.
O cuando llegan, como esos tres ejemplares de un libro inesperado de un artista poderoso, para mí desconocido, que la mensajería dejó en mi casa: Abisal de Alberto Aragón Reyes. Llevaba años de no quedar sorprendido por ningún artista oaxaqueño vivo, dueños casi todos de un manierismo agotado en su folclor, en su repetición y en su mercado.
Hablando de decadencias, ahí está Oaxaca, la Disneylandia espiritual y estética de estos días. Un lugar vuelto temático y envilecido por el turismo seudo ilustrado, vitalista y hípster de la actualidad. Por una reiteración agobiante llamada por Robert Valerio atardecer en la maquiladora de utopías estéticas. Y sin embargo resistente, indómita mientras exista, disputada por todos desde su fundación. Una ciudad mucho más compleja que este momento escenográfico que terminará por agotarse, barrerá imitadores y concluirá facilismos, si no es que todo ello ha ocurrido ya.
En tiempos de cansancio mercantil y fatiga creativa irrumpe una obra que parece concluyente de un periodo. Y a la vez iniciadora de otra etapa que combinará el regreso a los orígenes generales del arte, en mucho al canon clásico y no a los orígenes etnográficos, de colores directos y motivos inmóviles, llenos de esos “dudosos ordenamientos” ironizados por Valerio: luz oaxaqueña, rico patrimonio y demás misterios.
No en una procedencia lineal, una sucesión de artistas o una genealogía, sino en una mutación: la del adelanto hacia lo que vendrá, aquello que Aragón Reyes esculpe, pinta, elabora, con notable fuerza matérica, en grandes formatos de volumen y bidimensionalidad cuya voluntad y ambición es propia de las influencias que lo formaron durante sus largas temporadas en Dinamarca: Caravaggio, El Bosco, Rembrandt o Goya.
Esa fuerza emergente presenta temas, formas y técnicas no frecuentes en la tradición pictórica de la oaxaqueñidad imaginaria. Varias características de la obra de Alberto Aragón, artista de menos de cuarenta años, son revoluciones radicales en su lugar de origen: el claroscuro, por ejemplo, una técnica para dar profundidad y contraste a la imagen representada, llevándola a contener verdad y sentido, capacidad de conmover a su espectador e interrogarlo.
Eso es lo que los pensadores atribuyen al arte como valor de conocimiento: toda experiencia es el paso de un algo supuesto a una certeza vivencial, de una negatividad a una positividad. Otra radicalización de este artista es la introducción de rostros y cuerpos claramente budistas y monacales en sus retratos, alegorizando antiguos frescos trabajados por el tiempo, como pintados en capas que se levantan, se rayan, se esgrafían y proponen un nuevo sincretismo, otro orden místico, otro encuentro cultural, otra revelación.
De su realismo fantástico poético, con toques de fantasía y mascarada carnavalesca, hasta sus puntillismos cromáticos alegres y solares, de sus retratos goyescos, sus tigres y jabalíes llevando rosas de sangre en su hocico, hasta sus naturalezas muertas, sus seres tenebrosos y sus bestiarios, entre toda esa abundancia se distingue una pieza escultórica portentosa, El Pescador, un gigante de metal desnudo que arrastra un pez del doble de su peso y exhibe la fuerza perseverante y obcecada del ser humano.
El título del hermoso volumen que reproduce 205 obras pictóricas, gráficas, escultóricas e instalaciones, Abisal no alude a lo insondable sino a lo profundo. El arte es un sistema de símbolos y se dice que cuando sus formas cambian se producen cambios en la época histórica.
El espíritu sopla donde quiera, el arte también. Incluso ahí donde se creería concluido. Entonces lo abisal anuncia su presencia: ir hasta abajo para volver a salir.