Compartir
Acaso todas las personas que escriben sienten en alguna ocasión, al menos, la tentación de recuperar sus días infantiles en un texto. Con mayor o menor fortuna, por el mundo circulan publicaciones dedicadas a restaurar en sus páginas episodios de niñeces felices, desdichadas, perplejas o nebulosas. Pocos libros de ese linaje consiguen lectores o lectoras atentos o siquiera curiosos por días de infancia que no son los suyos.
Sin embargo, hay libros que lectoras y lectores frecuentan precisamente por los detalles de otras infancias que los cautivan. Se podría pensar en Corazón. Diario de un niño, de Edmundo d’Amicis, Pinocho, de Carlo Collodi, o aun Tom Sawyer, de Mark Twain. Sin embargo, es un error considerar que los libros para niños logran comunicar esa etapa numinosa llamada infancia. Los relatos de Amicis y Collodi no recuperan las experiencias tempranas de las personas tanto como buscan imponer a los niños normas de comportamiento que se consideraban ideales en el siglo XIX. El resultado es que tanto Corazón como Pinocho reservan a sus lectores escenas de crueldad que la pedagogía rechaza en el siglo XXI: en el libro de Amicis, el pequeño vigía lombardo que resulta muerto por avistar al enemigo desde un árbol, o el tamborcillo sardo al que le amputan una pierna por “cumplir con su deber”; en la historia de Collodi, Pinocho convertido en burro y ahogado por su propietario para desollarlo, o ahorcado por un par de ladrones. En las páginas de Amicis podemos leer enormidades como la siguiente frase: “El asesino que respeta a su madre aún tiene algo de honrado y de noble en su corazón”.
La niñez como tema literario: materia ingrata para la literatura. Salvador Elizondo se propuso examinar cómo dos escritores virtuosos, Marcel Proust y James Joyce, asumían la infancia como tema en sus libros (En busca del tiempo perdido y Retrato del artista adolescente). Sin embargo, al ahondar en el examen de ambos, Elizondo descubrió que representan dos métodos arquetípicos (y divergentes) mediante los cuales a los adultos les es permitido volver a la infancia. Elizondo nombró dichos métodos evocación e invocación. Añade el autor de Farabeuf que la evocación tiene un carácter lógico y, en este caso, como intento de recrear el mundo de la infancia “mediante la concreción del recuerdo de las sensaciones experimentadas durante ese período”, colocándonos “en una situación propicia a la re-experiencia de las sensaciones, si no de los estímulos”.
En contraste, continúa el novelista y ensayista, la invocación tiene carácter mágico, “nos lleva a nuestro destino de nostálgicos mediante un camino que por medio del lenguaje pretende conducirnos a la reconstrucción de otro momento. La invocación nos lleva a él mediante el proferimiento de la palabra que —como en los encantamientos— encierra la clave del misterio”.
Ante los poemas de La edad terrible, el primer libro individual de Enna Osorio Montejo, debo manifestar que su invocación supera su evocación de la infancia. Desde luego en sus páginas hay recuerdos de sensaciones concretas de la niña Enna, pero sólo como punto de partida: puerta de ingreso hacia la comprensión de misterios vitales que asedian con sus incesantes interrogaciones a la autora en su condición de adulta.
Desde luego, esas sostenidas interrogantes han edificado en la poeta una conciencia feroz de las perplejidades, sinsabores, penalidades y asombros de la niña Enna frente a un entorno familiar y social contradictorios, en pugna con las convenciones, sin respuestas sencillas como las que cuentos infantiles pretenden imponer a lectoras y lectores. Si bien Amicis y Collodi estaban dispuestos a resolver con una sentencia morigerada la crueldad que suele estar contigua a la infancia, Enna Osorio no condesciende a la explicación fácil de sus vivencias de niña en una familia problemática —como lo son todas las familias.
Una vitalidad insumisa a los padecimientos, a las restricciones sociales, a los destinos impuestos, es lo que Enna Osorio va desplegando en las páginas de La edad terrible. A las historias de abuelas y abuelos, tías, la madre y el padre, suma la suya propia con el desparpajo de saberse en disonancia con las buenas conciencias, con la serena desesperación que infunde la certeza de no ajustarse a los imperativos de la “conducta normal”.
Al romper la norma de lo conveniente, de lo recomendable, de lo aceptable, esta poeta con tenaz vocación de cronista familiar rescata un mundo de existencias socavadas por su rechazo a lo que es socialmente consentido. Nos confía un lugar de sus recuerdos que acaso encienda, en quien lee, personalísimas memorias de otras existencias impugnadas.
La autora de La edad terrible encara con resolución, no exenta de humor, su condición neurodivergente para celebrar desde esa paradójica lucidez su historia familiar, en la que las mujeres se distinguen por su lucha contra una enfermedad hereditaria: el cáncer, si bien los hombres de la parentela no dejan de ser víctimas de ese mal.
Sobreviviente ella misma de un cáncer, Enna Osorio infunde a sus poemas narrativos una temeraria elocuencia que surge desde la orilla del abismo, con la certidumbre de que sus palabras redimen legados matrilineales, más allá del dolor y el tormento de cada mujer antecesora.
El tema del cáncer en la poesía tiene en Oaxaca ejemplos notables. El más intenso y desolador es el libro Neurología 211, de Rocío González, publicado en 2013. Le siguen varios poemas de Guadalupe Ángela que la autora no llegó a compilar en volumen, aunque algunos aparecen en su antología póstuma Tal vez la noche descienda por el lápiz, de 2020. Por desventura, las dos poetas fallecieron, vencidas por el carcinoma: Rocío en 2019 y Ángela en 2020.
Enna Osorio ha tenido la oportunidad de sanar de esa y otras aflicciones. En el proceso, ha decantado su escritura poética para componer un volumen de notable calidad literaria, en el cual alterna el verso libre con el poema en prosa, puesto que su ritmo característico es el coloquial. Casi prescinde de experimentos lingüísticos, salvo ocasionales juegos sobre la visualidad del texto. La experimentación profunda de este libro surge de las historias que evoca la poeta: vivencias en un entorno familiar cuyas costumbres rompen con las de las comunidades en que germinan, irguiéndose como desafiantes árboles del des-conocimiento y el des-acato. Paraíso perdido es la infancia, nos revela la poeta, pero no por pérdida de la inocencia, sino por acceso a un arte de la contradicción.
Enna Osorio se sobrepuso a la enfermedad, a una historia familiar asimismo asediada por padecimientos de sus integrantes, y a un medio que hasta hace poco tiempo era refractario a las escritoras. Hoy es grato observar que autoras nacidas o formadas en Oaxaca le están dando una nueva dirección a la literatura nacional, y las saludamos con el debido reconocimiento, desde este confín bucólico y alcohólico donde unos cuantos hombrecitos verdes de envidia alucinan con “estar cambiando las reglas del juego literario y editorial”. Para quienes leemos sin obcecación los signos de la época, ese cambio de reglas lo encabezan Ave Barrera, Araceli Mancilla, Nadia López García, Clyo Mendoza, Ingrid Solana y Karina Sosa. A sus nombres se suma el de Enna Osorio Montejo, lo cual celebramos, pues vivimos una etapa en que en México, por fin, es tiempo de mujeres. Además, en breve, La edad terrible estará circulando en la edición argentina del sello Hasta Trilce, y esperamos que ese tiraje se agote con la celeridad pasmosa con que lo ha hecho la muy pulcra edición mexicana de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Entre tanto, la voz poética de Enna Montejo ha alcanzado el plano internacional.