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Fernando Solana Olivares
I.
De Simone Weil se vuelve a hablar en estos días. La publicación al español de sus Cuadernos permite regresar a uno de los enigmas espirituales más interesantes del siglo veinte. Si nuestra cultura estuviera ahora donde una visión optimista y sincrética dice que estará, esta pensadora mística francesa, muerta a los treinta y cuatro años en 1943, primer lugar de su promoción universitaria en filosofía —y en el segundo sitio, Simone de Beauvoir—, habría sido definida como el budismo llama al bodhisattva, un ser en camino a la liberación que la pospone para ayudar a los demás, o entendida también como el catolicismo comprende a los auténticos seres puros.
En cambio, a Weil se le apodó la Virgen Roja. Fue marxista militante por un tiempo, pero salió indemne de tal elección ética. Colaboró en el campo de la República española y fue combatiente sin combatir debido a su fragilidad física, correo y miembro de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra. Pese a haber obtenido uno de los mejores promedios finales de la prestigiosa Escuela Normal Superior de París, Simone renunció a la docencia de la filosofía para trabajar como obrera en una hilandería durante un año. En ella aprendió de los obreros viejos que las heridas que sufrían los aprendices eran el oficio que entraba a su cuerpo.
Decidió hacerse cristiana aunque había nacido en un hogar judío no creyente. No le importaron el dogma, los intermediarios, el camino horizontal, y entró a saco en la fe católica sin cumplir con ninguno de sus rituales: bautismo, confesión, comunión. Conoció a Cristo en el mundo y elevó la desdicha a la categoría de amor divino. Encarnó el imperativo de dar testimonio —martirio, en español— de lo trascendente en la vida común. Escribió siempre notas, apresurada y vital, siempre comprometida y en movimiento, de vida corta: a veces se cumple el adagio y los elegidos de los dioses mueren jóvenes.
La obra de Simone Weil es el mapa de un viaje espiritual en el mundo tan profundo como el de Teresa de Ávila, pero desde la modernidad y el pensamiento lógico hasta la trascendencia. “Todos los cuerpos caen”, escribió. Quería decir que estaba haciendo una lectura moral de las leyes de la física. La gravedad, la ley que gobierna a los cuerpos era identificada por ella como la razón del mal: “Si no existiera gravedad, el bien sería natural, y el mal sería fortuito, sorprendente; en virtud de la gravedad es al revés.” De ese modo concebía el mal como una ley de la naturaleza y el bien como su excepción: un desafío a la ley moral de gravedad. La ligereza, la liberación del peso, la levedad las otorga el bien, un reflejo de la existencia de Dios que sólo se comprueba en la relación con los otros, con la belleza del mundo y con los sitios sagrados como el mismo pensamiento humano o el universo, textos donde está inscrita la revelación de la existencia de un orden superior.
Era pequeña, menuda y nerviosa, vestía siempre una especie de faldón y zapatos planos, que hacían aún más simple lo poco que se ocupaba de sí misma, lo poco que dormía, lo poco que comía. Le interesaban las equivalencias del panteón griego—preparación histórica, según ella, para llegar al cristianismo: Zeus como Jehová, Prometeo como Cristo—, porque confiaba en que debía amarse a Dios aun si no existiera. “El pecado en mí dice ‘yo’ —escribía—. Es mi miseria la que hace que yo sea ‘yo’. El yo no es más que la sombra proyectada por el pecado y el error, los cuales se interponen en la luz de Dios, y a los que yo tomo por un ser.”
Se dice que en las mismas aguas donde los sicóticos se ahogan los místicos nadan. Como la cultura popular no comprende el término y su sentido, el místico es percibido como si fuera un extraviado. Eso le ocurrió al general De Gaulle con Weil después de los apremiantes planes presentados por ella en Londres, que rogaba ser lanzada en paracaídas con un grupo de enfermeras a las trincheras de guerra. La apasionada joven que traducía del griego clásico y conocía el sánscrito y el tibetano le pareció una histérica, más molesta que peligrosa y más ingenua que atrevida. El augusto general no pudo darse cuenta de que no estaba ante un pensamiento histérico o enajenadamente devocional, sino ante una psicología distinta que descifraba las servidumbres morales de los hombres como equivalentes a las físicas: odiamos a los otros para restablecer un equilibrio imaginario ante nuestras propias desdichas, esperamos de los otros en función de nuestro equilibrio y recibimos lo que a los otros les sobra para dárnoslo.
A diferencia de quienes suponen que el aspecto más valioso de un ser humano es la parte de él que es única, su personalidad, Weil afirmaba que sí hay algo sagrado en cada cual pero no en la persona sino en lo impersonal de ella. Es ancestral el linaje de quienes han descubierto que el secreto de todo gran logro consiste en el abandono de sí. Santos, carpinteros, artistas, pensadores o poetas conocen el valor de la atención como la fuerza que permite liberarse, aunque sea fragmentariamente, de la conciencia del yo. Weil también cree que la atención es el agente moral activo en el mundo y el instrumento para percibir el sentido de los planos generales de la vida y sus detalles, escalas donde debe intentarse la tarea de ver. Por eso indagó en el mundo del trabajo, de la mundanidad de la persona, donde encontraba no sólo el camino de la simplicidad sino el espacio de vida concreto, un lugar oportuno para investigar el mal, el bien y lo sagrado en lo profano, para experimentar su recolección y recuperar el misterio sobre lo existente que la ciencia-técnica ha desvanecido en la modernidad.
“Aunque pudiéramos ser como Dios, valdría más ser parte del barro que le obedece.” Weil compartía la certeza de que la condición humana era una vía de conocimiento privilegiado a través del dolor, la necesidad y la desdicha, que ni siquiera los dioses podían recorrer. Para estar mujer olvidada de sí y volcada en los otros, el sufrimiento era la clave de la transformación individual: “Estoy convencida de que la desdicha, por una parte, y la alegría como adhesión total y pura a la perfecta belleza, por otra, implicando ambas la pérdida de la existencia personal, son las dos únicas claves por las que se entra en el país puro, en el país respirable, en el país de lo real.”
Debían amarse la desdicha y la necesidad porque en ellas reside el secreto para comprender la gracia del amor de Dios y saltar por encima de la irresoluble pregunta que carece de respuesta: ¿por qué las cosas son cómo son? La belleza del mundo surge cuando se reconoce que la sustancia del universo es la necesidad y su esencia es el ser obediente a un amor divino que es sabio aunque parezca incomprensible. Weil hizo consigo misma, con su pensamiento y sus hechos lo que tantos otros sólo vislumbraron pálidamente a través de la literatura: amar a Dios y sus oscuros designios aun en un tiempo histórico donde no parece estar.
Todos los cuerpos caen, pero al percibir compasivamente al mundo no con la razón sino con el alma, la mente y la obra de Weil ascendieron al santo logro del país respirable: la poderosa comprensión.
II.
El elemento central en la filosofía práctica de Simone Weil es la atención. “La fuerza del espíritu la constituye toda la atención”, afirmó. Para ella, la atención activa es el soporte de la vida moral y del conocimiento fundado (epistemológico), y su fuerza contiene una certeza, un camino del pensamiento verdadero potencialmente accesible a todos, en el cual se constata la equitativa dignidad de los seres humanos. Weil afirma que tanto la capacidad de atención como la facultad racional son inherentes a la conciencia humana: “Las desigualdades accidentales no impiden una igualdad fundamental, incluso en el dominio intelectual, en la medida en que pensar correctamente es una virtud”. Toda virtud es energía, como creía Proust, un autor cercano a ella, y la energía es sobre todo atención activa y creadora.
La atención, el más grande de los esfuerzos según Weil, está relacionada con la libertad del individuo, cuya característica es el abandono consciente de la inercia existencial. Así, toda acción debe estar precedida por la atención, ese único remedio para la inconsciencia, porque “la raíz del mal es la ensoñación”, es decir, la desatención. Una atención que no es propia del espíritu solitario sino del individuo existente en un contexto social, una atención a lo real. Dicho en sus propias palabras: “Es una atención intensa, pura, sin móvil, gratuita, generosa. Y esta atención es amor”.
Surgen así de nuevo los grandes y a la vez humildes temas que significan lo radicalmente contrario a aquello hoy predominante entre nosotros como si fuera una noción cultural espontánea: el egoísmo, la inexistencia del otro, la indiferencia glacial ante la desdicha o las incompatibilidades sociales, que mientras más numerosas resultan más enfermedad pública y política mostrarán. “A los hombres —establece la filosofía moral de Weil— les toca velar por que no se haga mal a los hombres”.
El sentimentalismo, definido por Hannah Arendt como la superestructura de la brutalidad, guarda equivalencias casi literales con la ensoñación, que Weil percibe como raíz del mal. Antiguas tradiciones advierten contra el ensueño con los ojos abiertos, contra el fantaseo subjetivo —un acto contrario a lo que se entiende por imaginación o visión inspirada—, pues esas quimeras dañan la mente porque recortan la vivacidad y la prontitud (la atención) de la vigilia, aglutinan al mundo exterior y generan ineptitud para las obras prácticas, exponen al dominio de los instintos, provocan timidez e indecisión, ya que el soñador con los ojos abiertos es insensible, está encerrado en sí mismo y se hace incapaz de tener reacciones ágiles y producir valoraciones correctas sobre lo real: no tiene acceso, dicen, a una conexión profunda con el cosmos.
Simone Weil no testificó el ascenso irreparable de la sociedad del espectáculo y el entretenimiento, tampoco presenció la irrupción brujeril de la tecnología de la imagen, una forma todavía más aguda y definitiva de la ensoñación. Sin embargo, supo que la desatención se convertiría en la naturaleza orgánica del individuo consumista, permanentemente distraído e insatisfecho, saltando de un placer efímero a otro más. Siguiendo al filósofo Malebranche, una de sus tantas y poliédricas influencias, también creyó que la caída adánica supuso la pérdida de la atención, la cual desde entonces se convirtió en un trabajo arduo y difícil, en el paraíso extraviado del conocimiento esencial.
Su búsqueda de sentido abarcó tanto la literatura y la filosofía griega como los textos sagrados del hinduismo y la preceptiva budista, una ciencia del espíritu con la que compartió, aunque desde perspectivas distintas pues en su filosofía no hay ninguna técnica operativa para su desarrollo sistemático, el poder de la atención mental, un factor que va más allá de la definición de “cuidar los propios pasos” para ser considerado como un requisito indispensable del despertar de la consciencia en el mundo. La atención mental correcta es aquel “ayudante en todas partes” que lleva a la liberación del sufrimiento, del conflicto y la maldad, conforme el budismo enseña: “Todas las cosas pueden ser dominadas por medio de la Atención Mental”.
Simone Weil, un alma extraña, “profunda pero estrecha” clamarían sus críticos, asumió que la realidad de este mundo es el único fundamento de los hechos, y que para comprenderlos y transformarlos sólo hay una acción individual y colectiva posible: la política de la atención.