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Fernando Solana Olivares
“Es necesario recuperar modos acogedores de relacionarnos con la realidad, no estratégicos ni orientados directamente a un resultado, en los que sea posible dejar aflorar el desbordamiento infinito del ser”. Tales consideraciones son parte de una inesperada “Carta del Santo Padre sobre el papel de la literatura en la formación”, publicada por Francisco en julio del año pasado.
Pensadas primero como un título dedicado al desarrollo sacerdotal, el papa decidió que sus reflexiones debieran extenderse a cualquier cristiano y aun a toda persona, creyente o no, dada la importancia de la lectura de novelas y poemas en la maduración personal. Textos vivos y siempre fecundos, escribirá este pontífice literato (toda sabia teoría de la literatura es alta literatura), textos capaces de hablar de muchas maneras y producir una síntesis original en los lectores, quienes los reescribirán desde su propia interioridad e imaginación y así los harán suyos.
Recurriendo a teólogos y filósofos, a escritores y poetas, el encantador ensayo es una celebración de aquello que Laoturrelle, autor de un diccionario de teología citado por Francisco, define como algo surgido de la persona en su más irreductible misterio: la literatura, esa vida “que toma conciencia de sí misma cuando alcanza la plenitud de la expresión, apelando a todos los recursos del lenguaje”.
La distancia, la lentitud y la libertad son rasgos de una aproximación a la realidad a través de la literatura que permiten abandonar la adicción por las pantallas y por las “venenosas, superficiales y violentas noticias falsas”. Para eso “sirve” (las comillas son del mismo Francisco) la literatura, para preguntarnos sobre la vida y sus fenómenos, para preguntarnos sobre su significado. Sirve “para hacer eficazmente experiencia de vida”. Entonces la lectura representa un tomar distancia de lo inmediato, un detenerse para contemplar y escuchar lo que está más allá. Contiene la libertad de entregarse a la otra elección de mirar rodeando el objeto y disolver, así sea por instantes, la separación entre el espectador y lo observado.
Francisco escribe que el contacto con diferentes estilos literarios y gramáticas permite profundizar en la polifonía de la Revelación, la cual entonces no se reduce a las necesidades históricas del lector ni se empobrece ante sus propias estructuras mentales. Ya Basilio de Cesárea, miembro de la Iglesia oriental en el año 370, apreciaba la belleza de la literatura clásica escrita por autores paganos y llamaba a los jóvenes a leerla como un epohódion, como un viático que les significaría “provecho para el alma”.
El reconocimiento de la presencia del Espíritu en la “multiforme realidad humana” mostrada por la literatura es para el papa un discernimiento evangélico de la cultura. Y cita al recalcitrante Pablo, el cual según otro autor mencionado por Francisco en su hermenéutica literaria, A. Spadaro, llega a ver la literatura clásica como una preparación evangélica. Pablo comprendió que la literatura muestra los abismos que hay en el hombre, y que al hacerlo se convierte en una “vía de acceso” del creyente y el pastor para establecer un diálogo con la cultura de su tiempo.
La literatura es un camino que “nos hace sensibles al misterio de los otros”, permite que “aprendamos a tocar sus corazones”. Cuando todavía era Bergoglio, el papa enseñó literatura en la universidad. A sus alumnos les repetía una definición de Jorge Luis Borges que apreciaba mucho: leer es “escuchar la voz de alguien”. De tal manera nos vuelve sensibles al misterio de los otros, escribe, y nos hace aprender a tocar sus corazones. Cita a Proust en Por el camino de Swamm para reiterar que las novelas nos permiten conocer “todas las dichas y desventuras posibles” que en nuestra propia vida no conoceríamos más que limitadas y mortecinas.
También a C. S. Lewis: “Al leer buena literatura me convierto en un millar de hombres y sigo siendo yo mismo. Como el cielo nocturno del poema griego, veo con miles de ojos pero sigo siendo yo quien ve. Entonces, como en la fe, en el amor, en acción moral y en conocimiento; me trasciendo a mí mismo, nunca realmente soy más yo que cuando lo hago”. Lo mismo cree, como T. S. Eliot que la crisis religiosa moderna es una crisis de “incapacidad emotiva”. De ahí que al regresar de un viaje apostólico a Japón declarara, cuando le preguntaron qué debía aprender Occidente de Oriente, que Occidente hoy carece de poesía.
Francisco asume una afinidad espiritual profunda entre el sacerdote y el poeta, porque “la palabra poética llama a la Palabra de Dios”. En ello sigue al teólogo Karl Rahner cuando define las palabras del poeta como palabras de anhelo, puertas abiertas al infinito que llaman lo innominado y persiguen lo inasible. El sacerdote y el poeta, mediante su palabra, redimen “la última cárcel de las realidades no dichas, la mudez de su referencia a Dios”. De tal manera que la palabra verdaderamente poética participa de la Palabra de Dios.
Francisco concluye su luminosa enseñanza afirmando que la literatura forma al lector en la superación del yo (la descentralización, le llama), en el sentido del límite, en la renuncia al dominio, en la experiencia de una humildad (una pobreza, dirá) que es fuente de riqueza. Lo abre a una visión amplia de la riqueza y la miseria de la experiencia humana, lo educa en una mirada comprensiva, no simplificadora, y le enseña la mansedumbre de no pretender controlar la realidad ni la naturaleza humana a través del juicio reprobatorio o excluyente.
La mirada de la literatura, dirá, es un impulso hacia la escucha incesante, es la disponibilidad para formar parte de la extraordinaria riqueza de la historia que se debe a la presencia del Espíritu en ella. Una riqueza manifiesta “también como gracia” al poner en movimiento el lenguaje, al liberarlo y purificarlo de “los ídolos de los lenguajes autorreferenciales, falsamente autosuficientes, estáticamente convencionales (…) que aprisionan la libertad de la Palabra”.
El luminoso ensayo, dado en Roma el 17 de julio de 2024, décimo segundo de su pontificado, termina diciendo así: “No podemos renunciar a escuchar las palabras que nos ha dejado el poeta Paul Celan: Quien realmente aprende a ver se acerca a lo invisible.”
Borges quiso bien al padre Bergoglio. Lo consideró una persona inteligente y sensata con el que se podía hablar de cualquier tema: de filosofía, de teología, de política, y desde luego de literatura. Había algo en él, sin embargo, que lo alarmaba un poco: “he observado que tiene tantas dudas como yo”, confió Borges a Roberto Alifano.
El poeta ya no conoció esta hermosa carta del papa. De haberla leído sabría que aquellas dudas, como las suyas, por fin quedaron resueltas: tal es la gracia del Espíritu en la literatura.