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David Huerta, poeta y maestro

¿Quién soy yo para dar consejos? Ni siquiera mi gato Timo me hace el menor caso. Tarea inútil. Pero si no me quedara otra, diría que leyeran mucho, que viajaran, que se interesaran en la política de todos los días y en sus maneras de mirar el crepúsculo, en el sexo y en la teología, en el mar y en los escarabajos. Un poeta al que solamente le interesa la poesía es muy sospechoso: yo digo que, si dice que nada más le interesa la poesía, ¡no le interesa ni siquiera la poesía!

David Huerta en entrevista con Jobyoán Villarreal, 2016

En la colección Poemas y Ensayos de la Universidad Nacional Autónoma de México, en 1972, apareció El jardín de la luz, volumen de 105 páginas, su cubierta azul ilustrada con un diseño abstracto morado, probablemente de Vicente Rojo. Es el libro inicial de David Huerta, con poemas que denotan la influencia de José Gorostiza, Jorge Guillén y Octavio Paz, antes que la de su famoso padre, el “Cocodrilo” Efraín Huerta.

El jardín de la luz presenta poemas breves en su mayoría, concentrados, que tienden a la abstracción. Sin embargo, un poema dedicado al corredor olímpico Abebe Bikila tiene una amplitud y ritmo que anuncia lo que caracterizaría al autor en futuros libros: el largo aliento, el encomio a las proezas y miserias del cuerpo humano. La obra del poeta nacido en 1949 no llamó la atención en demasía, acaso porque la sombra del padre se proyectaba a demasiada altura para entonces. Sin embargo, José Lezama Lima leyó el poemario y le escribió una animosa carta al joven autor.

A Efraín Huerta, el padre de David y autor de Los hombres del alba, de El Tajín, de Juárez Loreto y de otros imponentes poemas, le quedaban diez años de vida y aún debía redondear su leyenda literaria con los desafiantes títulos Poemas prohibidos y de amor, en 1973, y Transa poética, en 1980, además de culminar su carrera con la desigual Estampida de poemínimos y el bello Amor patria mía, de 1981. Mientras tanto, su hijo David continuó publicando libros poco valorados en el momento de su publicación: Cuaderno de noviembre, en 1976, Huellas del civilizado, en 1977, y Versión, en 1978.

Cuaderno de noviembre fue la primera gran obra definitoria de David Huerta, pero eso quedaría estatuido hasta la presentación que Editorial Era hizo en la contraportada de su segunda edición, en 2019: “La palabra busca, danzando, la realidad del cuerpo para que éste la hunda en ese río siempre presente, en ese río siempre memoria. Cuaderno de noviembre es ese flujo de las palabras al encuentro del origen vital, del único origen totalizador”. Era, por cierto, el primer gran poema que su autor publicaba; texto denso, por momentos opresivo: un solo largo poema sobre la experiencia vital e intelectual, dividido en secciones. Ese libro desafiante hizo a David Huerta uno de los poetas más impopulares de México (por entonces, leerlo era considerado una falta de modestia: “No leas a David, lee a Efraín”, decían ciertos autores que se proclamaban vitalistas).

Dos años después, con Versión, David Huerta corroboró la fama de escritor difícil que lo asediaba. Sin embargo, ese libro incluye algunos poemas magistrales y transparentes: “Ana y el mar”, “Celda”, “Nueve años después” (sobre la matanza en la plaza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968): “Yo aparecí en la sangre de octubre, mis manos estaban fúnebres de silencio / y tenía los ojos atados a una espesa oscuridad”.

Por entonces se acusaba al autor de ser arrogante debido a sus profundos conocimientos sobre literatura. Se repetía la anécdota de que en una de sus clases, al decir una palabra en inglés, un estudiante le dijo que su pronunciación era incorrecta. La reacción del poeta fue continuar su clase enteramente en inglés.

En 1980 Huerta publicó El espejo del cuerpo, un conjunto de poemas sobre la danza que apenas circuló en la modesta edición de la UNAM. En 1982, año de la muerte de su padre, el poeta se abstuvo de la poesía y publicó un bello ensayo sobre postales fotográficas de la época porfiriana: Las intimidades colectivas, que circuló en una colección de la SEP y la editorial Martín Casillas. Después sobrevino una etapa carente de libros en que el escritor se dedicó a la enseñanza de la poesía en talleres literarios, mientras fomentaba la publicación de jóvenes autores en la revista La Talacha. A partir de su labor tallerística, muchos jóvenes fascinados por la poesía intentamos infructuosamente “escribir como Huerta”. Creo que algunos aún lo seguimos intentando.

El alejamiento de las publicaciones obedeció a una tarea monumental que fue llenando sus días: la escritura de una gran obra poética durante diez años. El autor empleaba largas tiras de papel que en una editorial servían para imprimir galeras, metía el largo soporte en su máquina de escribir y tecleaba sus versículos sin parar, a semejanza de lo que en su día hicieron Juan Benet y Jack Kerouac.

Con ese método de escritura en tiras, David Huerta completó un libro y en 1987 sorprendió a seguidores y enemigos con el enorme poema Incurable, de 389 páginas, dividido en nueve capítulos. El autor le dijo en una entrevista a Olmo Balam sobre ese volumen: “… a lo largo de los diez años en que escribí el poema yo vivía de noche. Dicho de otra manera, Incurable es un libro empapado en alcohol y, por lo tanto, combustible (todo eso en sentido figurado, espero). Y sin embargo, sigue vivo”.

Con Incurable, Huerta se volvió uno de los autores mexicanos contemporáneos más estudiados por la academia nacional y extranjera. Dejó de escucharse aquella queja de “¿por qué lees a David?” y el poeta pasó a formar parte de los grandes nombres de la literatura mexicana. Desde antes era una voz incómoda en sus colaboraciones sobre política para la revista Proceso, y lo siguió siendo, así como una magnífica voz magisterial.

Thorpe Running, académico estadounidense, explica en un ensayo sobre Incurable: “… es un tour de force que no sólo revela sino goza de la perpetua intertextualidad que es la poesía. Esta obra cita e imita a un sinnúmero de poetas anteriores, con lo cual establece la poesía como un campo de perpetua interacción textual y, además, el texto literalmente incorpora las teorías literarias y filosóficas de los pensadores mis influyentes de la época postmodernista”.

Después del descomunal Incurable, se sucedieron las publicaciones huertianas de poesía: Historia y Los objetos están más cerca de lo que aparentan, en 1990; Lápices de antes, en 1994; La sombra de los perros, en 1996; La música de lo que pasa, en 1997; sus textos sobre artistas visuales en 2001: Homenaje a la línea recta, para Gunther Gerzso, y Los cuadernos de la mierda, para Francisco Toledo.

Más libros de poesía confirmaron a Huerta como un autor a la altura de su padre: Hacia la superficie y El azul en la flama, de 2002; La olla, en 2003; La calle blanca, en 2006; Canciones de la vida común, en 2009. En 2009 apareció la antología bilingüe en inglés y español Before Saying any of the Great Words, y en 2014 apareció La calle blanca traducido al italiano como La strada bianca.

El Fondo de Cultura Económica reunió las obras poéticas de David Huerta en 2013, en dos volúmenes, con el título La mancha en el espejo. A la altura de las obras reunidas de Jaime Sabines u Octavio Paz, ese volumen habla de la herencia literaria que David Huerta deja a sus lectores: dos volúmenes que contienen cuatro décadas de creación poética. Y con eso no se cerraba la producción. En 2016 publicó Tres poemas; para el pintor Frederic Amat, Huerta publicó en 2013 Los grandes almacenes. Poemas en prosa, y en 2019, Filo de sombra, para los artistas visuales Jordi Boldó y Roger Von Gunten. Ese mismo año dio a la imprenta El azul en el cristal, acaso sin saber que sería el último de sus libros de poesía.

El 18 de junio de 2019 la agencia informativa oficial Notimex publicó la nota “Los estímulos del Fonca: entre la opacidad y el despilfarro”, en la que señalaba que algunos beneficiarios del Sistema Nacional de Creadores habían recibido hasta seis veces el apoyo. Uno de los nombrados en subsiguientes notas fue David Huerta.

Si bien era notorio que muchos “becarios” del Sistema no justificaban tanto dinero invertido en sus proyectos durante cerca de 18 años, la sola lista de obras poéticas de Huerta a partir de 1987 explicaba a suficiencia por qué el poeta recibía ese financiamiento, aunque algunas voces reclamasen —no sin razón— las reiteradas asignaciones de las becas a un privilegiado grupo de artistas y escritores.

Por otra parte, desde 2007 Huerta comenzó a publicar en la Revista de la Universidad de México una sección que denominó “Aguas Aéreas”, sobre los poetas y los poemas que le fascinaban. Después de veinte años, en 2017 el poeta cerró su columna y reunió esos ensayos en el libro El vaso del tiempo, publicado en España.

Tres años después, en 2020, el autor complementó esos ensayos con el volumen Las hojas, aparecido en México. Ambos libros son magistrales lecciones sobre poetas de la antigüedad y de la época contemporánea. Refrendan el profundo conocimiento sobre la literatura que David Huerta compartía como profesor y periodista. Nos regocijan con su fascinación de lector que transforma en pasión crítica.

Hacia 1984, en la ciudad de Mérida, Yucatán, el poeta chetumaleño Javier España nos inició a algunos jóvenes lectores en la devoción por Cuaderno de noviembre y Versión. Durante décadas, quienes leímos las sucesivas obras de David Huerta hemos sostenido nuestra predilección por su escritura, la cual mantendremos por el resto de nuestras vidas. Por esa deuda con sus poemas y enseñanzas, el intempestivo deceso de Huerta el 3 de octubre de este año nos resulta a sus lectores una pérdida irreparable.