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El arte del taichí

José Antonio Lugo

Hace más de dos décadas, quien esto escribe comenzó a tomar clases de taichí con el brasileño Claudio Romanini –discípulo del maestro brasileño Wong–. Uno de mis compañeros era Martín Hernández Ponzanelli –hijo de Efrén Hernández, el autor del espléndido relato «Tachas» y mentor de Juan Rulfo–. Cuando Claudio se fue a vivir a Tepoztlán, Martín tomó sus clases y me convertí en su discípulo. En 2012 publicamos Suspendido del cielo: el arte del taichí (Samsara). A la fecha sigo siendo su amigo y discípulo.

En aquel libro intenté definir el arte del taichí a través de 15 conceptos/movimientos: Veamos. 

I. LA LENTITUD. Mientras más lento se ejecuta el movimiento, más consciente es. Martín es capaz de detenerse para hacerme ver el pequeño detalle que se me ha escapado al hacer la forma. No hay prisa y no se avanza de manera sistemática. De repente, se da un salto en la percepción. II. EL EQUILIBRIO. Si estoy en mi centro, nada ni nadie me puede mover. El taichí no es una práctica ascética, aunque se lleva bien con la contención. En sentido amplio no hay nada prohibido, mientras no nos saque de nuestro centro. III. LA MIRADA INTERIOR. Al observar nuestros movimientos erróneos o acertados, aprendemos a vernos a nosotros mismos. La mirada interior poco a poco da lugar a una nueva seguridad. La expresión se da entonces naturalmente. IV. LA EXPRESIÓN INDIVIDUAL. Si bien hay una forma, es decir, una secuencia de movimientos establecida hace miles de años, cada practicante es un individuo y, como tal, hará de la sonrisa, de un beso o de un apretón de manos un acto único. V. LA NATURALIDAD. Para el budismo zen, la caligrafía y el tiro con arco sólo se pueden dominar cuando se alcanza la máxima naturalidad. Sólo cuando no se piensan las cosas en el momento de hacerlas es cuando salen bien. Vi. LA OBJETIVIDAD. «Conócete a ti mismo», decía Sócrates. Si hicimos bien un movimiento o una secuencia es un hecho, si lo hicimos mal, es un hecho también. Se trata de alcanzar una objetividad sin juzgar y sin engañarnos. VII. LA ATENCIÓN. El centinela sólo puede serlo si no se distrae o se queda dormido o ensimismado en sus pensamientos. Estar atento es, como en la posición inicial, estar disponible ante la vida, listo para reaccionar. VIII. LA INTEGRACIÓN. «Conectados al cielo». Somos cada quien un «uno» que forma parte de un «todo». Gracias al desarrollo de la atención, la objetividad y la naturalidad, el practicante puede alcanzar una percepción cercana a la felicidad. IX. LA SONRISA. La práctica del taichi se realiza con una sonrisa. Esa sonrisa no es fingida, es una actitud, un estado de ánimo, una disposición, el comienzo de una acción. X. LA DIGNIDAD. Martín recalca, clase tras clase, la importancia de una actitud displicente, en mis palabras, de una actitud digna. El practicante no está sujeto a la aprobación o rechazo de los demás, porque el único reconocimiento al que aspira es el que se otorgue a sí mismo. XI. AQUÍ Y AHORA. El taichí se conjuga en tiempo presente y en cada secuencia nos recuerda la inexistencia del antes y del después. Si hice mal el movimiento, no lo puedo corregir, aunque sí puedo volver a hacerlo. Y si lo hice mal, nada garantiza que lo vuelva a hacer en forma equivocada (ni que lo haga bien). XII. EL ARRAIGO. La postura inicial es la de un individuo «colgado del cielo» con «los pies en la tierra». Es fundamental la importancia que da la práctica al estar con los pies bien plantados en el suelo. XIII. LA SABIDURÍA. Sabio es aquel que sabe lo que no sabe, que sabe lo que no es. El taichi no se propone formar hombres sabios. De hecho, no se propone nada. Sin embargo, vuelve mejores a quienes lo practican: más compasivos, más tolerantes, más generosos, menos aprensivos, iracundos y torpes. XIV. LA ESPONTANEIDAD. Ser espontáneo es no cortarse las alas antes de volar. ¡El taichi es la danza! Lo sabía Zorba, el griego. Sabía también que la espontaneidad y el baile se disfrutan mejor en medio de la amistad. XV. LA AMISTAD. Martín Hernández Ponzanelli ha sido mi maestro, no sólo de taichí, sino un maestro de vida. A sus 83 años, es un espléndido ser humano y yo, amigos, le doy gracias por haberme enseñado la forma, movimientos para la vida que en cada secuencia generan belleza infinita.

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