Mientras la población del estado de Guerrero, particularmente la de Acapulco, se debate en medio del desastre ocasionado por el violentísimo huracán Otis, el poder judicial de la nación ha tenido que hacer un alto en sus protestas por la eliminación de los privilegiados fideicomisos para magistrados y jueces, obligados por la tragedia de la entidad sureña.
Sin embargo, a pesar de la dolorosa emergencia, los máximos jerarcas de ese poder no han sido capaces de olvidar su rencor por los privilegios abolidos ni, mucho menos, emitir un llamado de solidaridad hacia la población guerrerense en angustiosa necesidad.
No es extraño que un gremio tan distante de las necesidades de la población insista en preservar sus privilegios y desatienda las urgencias de quienes poco o nada tienen. Si algún poder del Estado da un cotidiano ejemplo de insensibilidad y deshumanización en México, ese es el poder judicial.
En Oaxaca, para muestra, el poder judicial se distingue por su ineficacia, corrupción y abusos. No sólo por casos de evidente venta de la justicia, como cuando el recién fallecido Carlos Romero Deschamps obtuvo en septiembre y octubre de 2003 sendos amparos para no ser arraigado, detenido o presentado ante las autoridades judiciales federales por el delito de peculado.
Crisóforo Tomás Quiroz Robles, juez segundo de distrito de Oaxaca de Juárez, otorgó esa prerrogativa a Romero Deschamps para suspender actos detención ordenados por el juez primero de distrito en Oaxaca y otras autoridades judiciales federales, locales y foráneas, concediendo al entonces líder petrolero una fianza de 240 mil pesos.
Peor aún, el poder judicial en Oaxaca ha cometido graves abusos contra inocentes falsamente acusados de delitos e inclusive contra víctimas de delitos potencialmente mortales. Tales son los casos de Pablo López Alavez y María Elena Ríos Ortiz.
López Alavez, defensor comunitario del patrimonio ambiental, fue acusado de un delito que no cometió. Lo detuvieron en 2010 de manera arbitraria y lo encerraron en un Centro de Rehabilitación Social durante 13 años, en un proceso judicial plagado de irregularidades que violaron y siguen violando sus garantías y derechos como defensor indígena.
Inclusive un tribunal federal reconoció en 2020 las graves violaciones al debido proceso cometidas y ordenó la reposición del procedimiento, pero el tribunal local responsable volvió a dictar auto de formal prisión “reproduciendo incluso los mismos errores ortográficos de su primera resolución”, según reseñó La Jornada. Así, después de 13 años de privación de su libertad, Pablo López Alavez aún no recibe sentencia. ¿Qué fideicomiso judicial le devolverá la década arrebatada a este defensor comunitario a quien privó de su libertad el siniestro Ulises Ruiz Ortiz?
En cuanto a María Elena Ríos Ortiz, víctima de cuatro individuos que conspiraron para bañarla con ácido y tratar de causarle la muerte, sigue luchando no sólo contra sus agresores (uno fallecido, dos de ellos en la cárcel y el cuarto, prófugo) sino contra la parcialidad del magistrado Eduardo Pinacho Sánchez, presidente del Tribunal Superior de Justicia del Estado de Oaxaca desde 2020, quien intenta favorecer al presunto autor intelectual del crimen, el ex diputado priista y empresario Juan Antonio Vera Carrizal.
Son sólo dos casos de los muchos en que el poder judicial estatal y el de la federación mantienen la depravación de un sistema que garantiza la impunidad a quienes pueden comprarla y, sobre todo, que las víctimas y las personas inocentes cuyos derechos violan las autoridades, permanezcan sin poder alcanzar la justicia. Para erradicar esta grave crisis de la licitud y la legitimidad, parece que ninguno de los millonarios fideicomisos del poder judicial está dispuesto a emplearse como remedio.
Ahora que el poder judicial y sus comparsas gimen por el pretendido “socialismo” que afecta sus privilegios, no está de más recordar que en el descompuesto régimen soviético tan deplorado por jueces y muchos ex funcionarios, los privilegios de éstos y aquéllos eran una constante distintiva.
El historiador estonio Olev Liivik ha estudiado las formas en que el gobierno privilegió a la llamada Nomenklatura de los regímenes falsamente socialistas en la desaparecida Unión Soviética. Una de esas prebendas eran los altos sueldos de los funcionarios, comparados con el ingreso promedio de la población. Los jueces mexicanos, sobre todo los magistrados y ministros, braman por no perder sus altísimos ingresos pagados con el erario.
Otros privilegios eran los esquemas de pensiones personales, mucho mayores a las sindicales y a las llamadas “republicanas”. Además, los beneficiarios de estos salarios y pensiones excesivos gozaban de exenciones de impuestos en la URRSS de Leonid Brezhnev, así como de bonos vacacionales y alimentos gratuitos, en un conjunto de repúblicas “socialistas” donde los víveres eran de difícil adquisición.
Aún más, los privilegiados soviéticos recibían alojamientos de mejor calidad y más espaciosos que los de la población mayoritaria y, por si fuera poco, el servicio de salud que atendía a los funcionarios era de mayor calidad que el destinado a ciudadanas y ciudadanos ordinarios.
Viendo las condiciones económicas y laborales en que se desenvuelven los jueces, magistrados y ministros mexicanos, uno se pregunta si no es verdad que vivimos ya en una república soviética restaurada por décadas de gobiernos priistas y panistas. Sólo nos falta sustituir, en la bandera mexicana, el emblema del águila y la serpiente por el del martillo no pocas veces devastador que esgrime el poder judicial.