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Cuerpo monasterio

Fernando Solana Olivares

 “Cuando hice de mi cuerpo mi propio monasterio, abandoné el monasterio de la ciudad”. Estas líneas fueron escritas por Milarepa, el mago, poeta, ermitaño y sabio iluminado que nació en el Tíbet en 1040 y llevó la ascesis del renunciante y el esplendor del cuerpo hasta la vida inmediata de la cotidianidad.

      “Vivo en mi propio templo, en mi cuerpo”. La frase apenas audible la musitó Elena Gouliakova, una rusa extraviada en Monterrey que hace años llegó al país como maestra de patinaje en hielo y ahora vaga por las calles, duerme en cajeros automáticos, mendiga un cigarro donde puede y desconfía de todos.

       “Tú no podrás ser mejor que tu época —pero, cuando mucho, serás tu época”, sentenció Hegel en uno de sus poemas de juventud. Si tal advertencia es cierta, entonces en estos tiempos uno resulta ser esencialmente un cuerpo, porque hoy el ego es un ego corporal: la época radica en el cuerpo. Ego Gym se llaman los gimnasios.

       “Los ancianos son asesinados. Las jóvenes son violadas. Y a los varones fuertes se les dan martillos, machetes y palos y se les obliga a luchar a muerte entre sí”, contó el miembro de un cártel mexicano a la reportera Diane Schiller. La semiótica del narco representa un código cuya sangrienta grafía queda expuesta en los mancillados cuerpos de sus víctimas y enemigos. No buscan mentes: devoran cuerpos.

       “Esencial: seguir el cuerpo y utilizarlo como guía. Es la gran razón”, consignó Nietzsche, el sagrado bailarín anticristiano que sentía una mayor agilidad muscular cuando su fuerza creadora fluía de manera más abundante. Aquel que aconsejaba dejar fuera del asunto el alma cuando su cuerpo estaba entusiasmado.

       Si toda persona, como afirmaba Montaigne, “lleva en sí, por entero, la condición de toda la humanidad”, entonces el cuerpo suma todos los cuerpos y todos hemos sido alguna vez Iskander derrumbando en la India un elefante, la Sulamita tocando con pies de fuego aquella agua clara que esparció su amante. Somos aquel torturado que muere en la hoguera o Ulises gozando del amor entre los brazos de Circe.

       “Recuerda, cuerpo”, cantó el poeta Cavafis, para enfatizar que cualquier memoria del placer y del dolor representa un acto somático, como también lo supo Proust al iniciar con el cuerpo su búsqueda del tiempo perdido a través del sabor de una magdalena y el aroma de una taza de té.   

       Todas las religiones ofrecen un camino horizontal y al mismo tiempo otro cuya experiencia es discontinua, visionaria y extática, al cual se denomina “camino vertical”. Involucra un proceso de ascensión síquica donde mediante ciertas disciplinas “el alma individual puede ascender al cielo” y el cuerpo quedar atrás como un muñeco de trapo temporalmente abandonado.

       “Uno primero es irresistible, luego resistible, después repugnante, a continuación invisible y al final se vuelve un lindo viejito”, ironizó Leonard Cohen para ilustrar la metamorfosis del cuerpo y su cosificación en estos días cuando predomina el fetichismo de la juvenilia, esa patética compulsión obligatoria para parecer siempre joven ante uno mismo y los demás. 

       El cuerpo es la cárcel del alma, aseguró un idealismo platónico debido al cual la doctrina eclesial cristiana lo condenaría durante siglos como sucio asiento del pecado, hasta que el materialismo lo llevara a su narcisista divinización. En lugar de este trágico error epistemológico, Morris Berman propone “una nueva calidad, un nuevo cuerpo, una nueva historia y una nueva creatividad compartida por todos”, única posibilidad de salvación.

       Foucault denunció el “biopoder” del Estado moderno como un control autoritario de la política democrática sobre el cuerpo y la biología de los ciudadanos. Iván Illich habló de la “Némesis médica” como la venganza de la ciencia que mata a la gente en vida, o casi, mientras afirma su compromiso con la salud pero se entrega a la enfermedad. Fue Nietzsche quien supo señalar el advenimiento histórico de una deidad antidivina, aquel ídolo de los últimos hombres a la cual llamó la Diosa de la Salud.    

        “El santo olor de la panadería”, escribió López Velarde en líneas imborrables. “Hay perfumes que en toda materia suelen hallar lo poroso: diríase que filtran el cristal”, dijo Baudelaire. Los dos versos involucran al cuerpo y sus sentidos, templo del alma reverenciado como un noble vehículo por el pensamiento oriental. No como fin en sí mismo, según propone la reducción occidental, sino como medio para vivir con aceptante plenitud, en el dolor donde nos hacemos o en el placer donde nos gastamos, el milagro insondable del mundo y su existencia. 

       La ahora olvidada unidad del ser humano consta de dos partes: cuerpo/mente, para entender. Descartes se equivocó, pero no aquella mujer que advierte en sus entrañas la muerte del hijo que ocurre allá lejos. El cuerpo también piensa al sentir, la mente también siente al pensar. Ello es la reunión del ser.

       Entonces podremos asistir agradecidos aunque nostálgicos al espectáculo de nuestro envejecimiento y no rechazar la flacidez en el cuerpo y las arrugas en el rostro, mapas del tiempo vivido, de la risa y el llanto, de la tristeza y la plenitud, del esfuerzo y la intención, del éxito y el fracaso. Confieso que he vivido, reconocería Neruda. 

       No vivimos la vida; la vida nos vive; sus vivencias se marcan en la piel. Al fin —seres impermanentes— el cuerpo claudica y todo termina. Así esta oscura desbandada: deja de haber cuerpo, deja de haber mente, deja de haber ser.  Hete ahí el canto de Rilke: “¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo”.

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