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El sistema judicial como prisión

Su señoría, Israel Castellanos, 1450 Ediciones

Dos novelas ha publicado previamente el escritor oaxaqueño Israel Castellanos. La tercera, Su Señoría, apareció a finales de 2022 y debiera ser una lectura obligada para todos los relacionados con el sistema judicial en Oaxaca, en este año de 2023 y en los subsecuentes. Es una obra corta, de apenas 80 páginas, cuya lectura es absorbente: revela la descomposición del sistema judicial, no debido a grandes faltas o crímenes de los magistrados, sino a la incompetencia de los pequeños juzgadores que van modelando los siguientes escaños del organismo procesal.

El protagonista y anónimo narrador de Su Señoría nos va ilustrando la carrera del juez Francisco, un tartamudo primerizo en el juzgado de Santa Catarina Juquila, pueblo célebre en Oaxaca por los milagros que los católicos devotos atribuyen a la virgen de su capilla principal.

La insignificancia del juez Francisco es pareja a la de su igualmente neófito secretario, quien relata los acontecimientos de la novela. Designados ambos funcionarios legales por algún alto cargo del sistema, ni el secretario conoce sus funciones ni el juzgador comprende los deberes que ha de atender en el tribunal.

Pese a todo, juez y secretario aprenden sus tareas “echando a perder” los casos que les presentan, como reza la ominosa fórmula que el narrador nos advierte es proverbial en el medio jurídico. Quien los conduce en ese absurdo proceso es el notificador Gregorio, personaje que, pese a sus conocimientos y experiencia, no logra ascender en el escalafón judicial porque le falta un título y, lo más importante, un “padrino”.

El juez Francisco, por su parte, es producto de un sistema académico que fomenta la mediocridad y hasta la franca ignorancia; así, el estudiante de derecho Francisco logra obtener su título, aunque es incapaz de comprender la Lógica y, por ende, no puede entender el criterio con que la ley determina a quién corresponden sus beneficios.

Tras su aviesa conducción de un penal, Francisco se encarama en el puesto de juez y trata todos los casos que le presentan como si estuviera negociando con prisioneros. Perezoso y corrupto, permite que el bisoño secretario y el harto notificador resuelvan los juicios, si bien el juez cobra por los resultados. Así, convierte el aparato judicial en una prisión para quienes tienen la desgracia de tratar con él.

El secretario, en una visita a un amigo litigante, descubre que el juez encarga a éste y otros abogados la resolución de los casos que le someten. El amigo explica, más divertido que apenado, cómo algunos jueces y hasta magistrados confían a abogados expertos la resolución de casos.

Con el tiempo Francisco llega a ocupar juzgados más importantes hasta que lo procesan por corrupción. Pero el juez, prodigando invitaciones a comer a los magistrados que llevan su caso, resulta no sólo absuelto, sino reintegrado a su cargo e indemnizado.

Para quién se pregunte cómo es posible que semejante personaje no reciba castigo sino premios, el narrador explica:

“¿Cómo funcionaba ese hombre sin atributos en el complicado Sistema Judicial, sin elementos teóricos ni prácticos, jurídicos ni morales? Muy simple: no funcionaba. Pero había una razón de peso: esa humilde presencia, ese átomo de la existencia mostraba que el minúsculo aparato judicial del cual yo formaba parte, era la expresión certera de un sistema que estaba fincado desde la raíz en la improvisación.” (Su Señoría, página 60.)

Quizá con esta explicación muchas personas puedan entender cómo una estudiante de derecho que copió su tesis llega a ser no sólo magistrada sino candidata a presidir la Suprema Corte. O cómo un grupo de jueces deciden que un hombre acusado de doble homicidio y delitos contra la salud retenga su curul como diputado en la cárcel. O cómo otro juez intenta enviar a su casa “por humanidad” a un hombre encarcelado que ordenó a su hijo proveer a dos empleados suyos con ácido para destruir a una joven que rechazó sus propuestas de amasiato.

En las elecciones de 2022, alguien que se creyó muy ingenioso pegó en algunos muros de la capital oaxaqueña carteles que proclamaban “Kafka para gobernador”. La broma, si es que así puede tomarse, no es que la actuación de las autoridades y los políticos en Oaxaca sea tan arbitraria que dé para instancias de humor negro como la del cartel. Kafka, por cierto, hubiera sido un buen gobernante, ya que entendía a la perfección y buscaba enmendar la doliente condición humana.

La espantosa realidad —que los votantes en Oaxaca aún se niegan a admitir— es que desde hace muchos años personajes peores que los descritos por Kafka gobiernan el estado, y si nos apuran un poco, buena parte del país. El gran escritor no podría nunca gobernar Oaxaca, pero con seguridad tomaría asiento junto a Josef K., el hombre que esperó toda su vida el eterno e imposible acceso ante la ley, mientras un guardia le impedía el paso.

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