El que la sociedad desconozca el trasfondo de los manejos y problemas recientes en la Secretaría de las Culturas y Artes (Seculta) estatal, el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca (MACO) y el Taller de Artes Plásticas Rufino Tamayo (TAPRT) está directamente relacionado con el incumplimiento de las reglitas básicas del periodismo: esas que son las mismas desde hace cientos de años y lo seguirán siendo siempre, parafraseando a Martín Caparrós.
Como lector de noticias, puedo decir que tras leer la información al respecto, en lugar que se me aclare la confusa trama, me enredo y sospecho más de todo.
Recuerdo dos embrollos que me parece vienen al caso y que a mí en lo personal me dejaron mucha enseñanza: uno que me tocó monitorear cuando estuve adscrito a la Dirección de Comunicación Social del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y otro que cubrí como reportero de la sección cultural de El Financiero que editaba el maestrísimo Víctor Roura.
El primer caso estuvo más o menos así. El 12 de octubre de 1992 el presidente Carlos Salinas anunció la realización de 14 megaproyectos arqueológicos, entre ellos, el de Filobobos, Veracruz.
Como en un principio se pensó que el sitio formaba parte del corredor cultural prehispánico hacia la gran Tenochtitlan, arqueólogos indiscretos contaron off the record que los poderosos funcionarios de entonces imaginaron enormes hoteles de cinco estrellas en la hermosísima zona y se aprestaron a tomar el proyecto por asalto.
Propusieron para ello a una influyente funcionaria del INAH, hermana de un poderoso secretario salinista. En el trance, se enteraron que ya había un proyecto que desarrollaba un investigador estadounidense, pero lo ningunearon.
No calcularon que al asunto le entraría el corresponsal en México de The New York Times, quien los trajo mareados por sus despachos reproducidos en Excélsior —yo era el encargado de “cazar” esas notas y ponerlas al principio de la síntesis informativa del INAH.
Por el acertado quehacer de ese corresponsal se ventiló el trasfondo del embrollo. Incluso, aquella influyente funcionaria dejó el proyecto.
El otro caso fue uno relacionado con el plagio de pasajes sobre Cri-Cri. El actor uno, un veterano y reconocido periodista, llamó a la redacción de cultura de El Financiero para denunciar la censura de un libro suyo por parte del actor dos, un familiar del admirado Gabilondo Soler, y la editorial Clío.
Este reportero entrevistó al actor uno. Con eso pudo hacer la nota. Pero no, mejor tomó distancia, se cuestionó todo. Buscó entonces al actor dos, quien le mostró una revista Reader’s Digest de la década de los sesenta y párrafo por párrafo fue señalando el plagio. Ni cómo rebatirlo.
De forma simultánea a la aparición de la nota periodística, la editorial que publicó el libro en entredicho lo retiró de circulación. Aquel veterano y reconocido periodista no volvió buscar a este reportero ni por teléfono. El familiar de Cri-Cri tampoco. Clío mandó una nota aclaratoria por la que se le contestó que mejor diera entrevistas cuando se le solicitaban.
Si uno como reportero no se cuestiona los hechos que cubre, si no toma distancia, si no investiga, si no pregunta off the record, nuestro oficio se vuelve inútil. Si lo que se hace es tomar partido, “causa”, seguir línea o defender a quien en redes ven como víctima, si se deja que el funcionario le dé a uno palmaditas en la espalda o que el amigo artista le agradezca el “apoyo”, si basa su quehacer en conferencias y ruedas de prensa, la sociedad y el periodismo están perdidos.
Siempre hay un trasfondo, el quehacer del reportero es llegar a eso y “socializar la información”, apuntaría el maestro Alberto Dallal.