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Fernando Solana Olivares |Foto: Ricardo Stuckert/PR
La lección está en Confucio. Le llamó Mandato del Cielo y es ancestral. Sobre ella se funda la legitimidad política.
“Los antiguos príncipes —enseñaba el maestro—, para hacer brillar las virtudes naturales en el corazón de todos los hombres, se esforzaban antes en gobernar bien su principado. Para gobernar bien sus principados, ponían antes buen orden en sus familias. Para poner orden en sus familias, trabajaban antes por perfeccionarse a sí mismos. Para perfeccionarse a sí mismos, regulaban antes los movimientos de su corazón. Para regular los movimientos de su corazón, perfeccionaban antes su voluntad. Para perfeccionar su voluntad, desarrollaban los más posible su conocimiento. Se desarrolla el conocimiento escrutando la naturaleza de las cosas. Una vez escrutada la naturaleza de las cosas, el conocimiento alcanza su grado más alto. Llegado el conocimiento a su grado más alto, la voluntad se hace perfecta. Perfeccionada la voluntad, se regulan los movimientos del corazón. Regulados los movimientos del corazón, todo el hombre está exento de defectos. Después de haberse corregido a sí mismo, se establece el orden en la familia. Al reinar el orden en la familia, el principado está bien gobernado. Si el principado está bien gobernado, pronto todo el imperio goza de paz”.
Para el cinismo materialista contemporáneo estas palabras son una pintoresca antigualla. Sin embargo, autores como Foucault, citado por Byung-Chul Han, han señalado que el principio regulador interno del ejercicio político del poder es “la autoridad completa sobre sí mismo”. En su Microfísica del poder Foucault recuerda a Platón: “El hombre de temple más real reina sobre sí mismo”. Quien ejerce el poder debe atender aquel antiguo mandato clásico del cuidado de sí mismo para dejar de ser esclavo de sus apetitos y no practicar un poder tiránico o despótico o, en clave moderna, antidemocrático. Solo entonces es cuando puede asumirse que el poder político no es un atributo personal sino una función pública, una grave responsabilidad.
Idealmente, el justo escucha más a las cosas que a sí mismo. Su virtud principal, en palabras de Nietzsche, es abstenerse de juzgar a partir del juicio propio para oír y escuchar al otro, a los otros, “absteniéndose de sí mismo”. Suprema paradoja, el poder auténtico, cuando se cumple con justicia, “nada ansía para sí y lo da todo de sí”. Mera praxis del cuidado de sí mismo que nunca se preocupa del sí mismo. De ahí el autor de Zaratustra hablará de una amabilidad aristocrática contrapuesta a la caridad cristiana: una amabilidad tierna, considerada, serena.
Y sin embargo, ante este hombre estoico, humilde y modesto, Nietzsche se equivocará en su categorización del “querer ser más poder” para que haya poder. Este hombre sin ceremonias, transparente y anti solemne, ascético, no tuvo ninguna voluntad de poder. Por eso su insondable poder.
Y así aparece José Mujica ante su entrevistador Gerardo Lissardy en su chacra de Montevideo, despeinado, la espalda encorvada y el paso lento, los discretos andares de un hombre viejo, entrando a una sala llena de libros y recuerdos a la que llegan los sonidos de las gallinas, el canto de los pájaros y el ladrido de los perros en medio de olores a hierba y jazmín, a maíz y calabazas que se apilan en cajones.
Como un infrecuente Cincinato, Pepe Mújica regresó a su pequeña granja después de ejercer la presidencia de Uruguay de 2010 a 2015 y sorprender a todos por su mesura e inteligencia, su austera sencillez, su anti-materialismo ejemplar. A la entrada de la modesta propiedad sigue estacionado su simbólico vochito. Y el anciano de vida legendaria, exguerrillero tupamaro herido a balazos, ladrón de bancos para la causa insurgente, preso político torturado, enamorado de Lucía Topolansky, su camarada desde hace más de 40 años, trasmite la sabia experiencia con que ha escrutado la naturaleza de las cosas, muestra su autoridad completa sobre sí mismo, su luminosa ascética del poder.
Habla del sentido de la vida como una obligación de la conciencia humana, de la lucha por un futuro mejor para todos y la resistencia ante la confusión del ser con el tener inducida por la sociedad de mercado. De la libertad como un escaparse de la obsesión de la necesidad material vacua. Del empleo del tiempo para hacer lo que a uno le gusta. De la sobriedad y la prudencia. Del vínculo con la naturaleza y su apego al campo. “Soy un viejo medio loco, porque filosóficamente soy un estoico”, dice. Anuncia que está a las puertas del final, que terminó su ciclo y que todo guerrero tiene “derecho a su descanso”. Ha suspendido los tratamientos contra el cáncer para entrar a la muerte con los ojos abiertos, profundamente agradecido con la vida. A su lado estará su amada Lucía y yacerá en su chacra junto a su perra Manuela.
Hoy, cuando los sociópatas narcisistas llegan al poder, cuando ocurre el gobierno de los peores, mientras oligarcas, payasos, verdugos y césares locos se hacen cargo del mundo, Pepe Mújica descansará.
*El texto es reproducido con la autorización del autor y fue publicado originalmente en Milenio.