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Fernando Solana Olivares
A Viena se le llamó Kakania. Fue el laboratorio de pruebas para la destrucción del mundo en el cual desde las primeras décadas del siglo antepasado aparecieron todas las características culturales que construirían la modernidad. El número de sus genios y su coexistencia en el mismo espacio convirtieron al imperio perdido austrohúngaro en una matriz. Nuestra época desciende de ella.
En esa ciudad de ornamentos y delitos, casas perfectas, músicos, filósofos, científicos y suicidas nació Friedrich A. Hayek, el teórico de la superioridad de la economía de mercado, de las privatizaciones y de la reducción del Estado, una política que ahora se aplica por todas partes. Vencedor indiscutible sobre Keynes, su eterno rival, que recomendaba la intervención estatal en la economía sin tener respuesta para la inflación crónica que sus propuestas producían, Hayek se había marchado a Londres antes de que el nazismo sometiera su país, y después a Chicago, convirtiéndose en el economista y filósofo del expansivo liberalismo económico que controlaría el planeta.
Hayek ha dicho que el liberalismo es la única filosofía política moderna que corresponde a las teorías y descubrimientos de las ciencias exactas. Que en la economía de mercado el orden nace del caos, igual que en la naturaleza, y un número incontable de actos económicos se armonizan espontáneamente para construir un orden superior. Su multiplicidad es vasta, por eso resulta absurdo creer que el poder político puede sustituir o dominar el mercado. Y como no se conocen de verdad sus mecanismos, no puede planificarse del todo ningún crecimiento económico.
Afirma además que el dirigismo económico sólo puede aplicarse en sociedades minúsculas, de información controlable, y que el socialismo es una nostalgia atávica por la solidaridad tribal. La gran sociedad, moderna y compleja, no acepta soluciones mezcladas entre el mercado y la intervención, porque entre la verdad y el error no hay vía intermedia. La tentación fáustica por rehacer el mundo desde un proyecto de sociedad teórica, lo que Hayek llama “constructivismo” ha sido, afirmó, el error regular de los intelectuales modernos. Como el marxismo, considerado por él una pura superstición derivada del gusto cartesiano hacia una mentalidad geométrica aplicada a la realidad: “Llamo superstición a todo sistema en el que se imagine que se sabe más de lo que en realidad se conoce”, dijo alguna vez.
La supuesta superioridad del liberalismo sobre el orden decretado de cualquier otro sistema económico consiste en la afirmación de que ninguna teoría decidió crear la economía de mercado. Dada su irrefrenable ascendencia, no parece sensato decir en estos días que el mercado es una consecuencia de la cultura y no de la naturaleza, un resultado del intercambio humano y de la invención de la moneda, que representó un símbolo de la razón hasta alcanzar su actual vida propia. Aunque parezca ingenuo recordarlo, el dinero fue un símbolo sagrado en su origen.
La mediocridad de la “vida ordinaria” que la cultura vienesa anticipó se lleva ahora a cabo mediante la reducción de todo a su aspecto cuantitativo, y paradójicamente es en el reino mismo de la cantidad donde el mercado se propone como un fenómeno espontáneo, como una biología social similar en su surgimiento a la familia, ella sí una estructura orgánica y original.
Ante este fundamentalismo militante, que impone el gobierno de los objetos y miente cuando afirma que la soberanía de lo material es inevitable, no existe ninguna alternativa aún que permita ir más allá de la mera condena moral de su infierno progresivo, que mientras más opulento y avanzado se hace resulta más excluyente y minoritario. El paliativo de los derechos humanos, residuo laico del cristianismo derrotado por la modernidad, no ha sido suficiente para limitar los estragos del capitalismo, sin adjetivos, salvaje. Tampoco la democracia, la forma de gobierno menos mala que se conoce.
Seguramente no es la primera vez que el mundo no advierte dónde están ocurriendo los cambios que transformarán las cosas. En general no pueden verse las púdicas y casi secretas retaguardias de hoy que serán vanguardias mañana. Y toca al destino decidir que esos cambios representen la corrección inesperada que se produce en toda crisis última para convertirla en un nuevo comienzo. A veces ocurre en medio de catástrofes, acontecimientos que cambian de golpe la mentalidad común. La escala planetaria de la crisis hace muy complejo vislumbrar una salida porque para encontrarla todo depende del lugar en el cual se esté: en la poshistoria de la abundancia o en la historia de la escasez.
Extraña, cambiante, volátil, la realidad ha dejado detrás de sí muchos cadáveres. Todo se ha discutido como nunca y sin embargo las cosas marchan de mal en peor. Los antídotos maníacos y depresivos de la cultura romana videosférica que nos abruma —circos, coliseos, devoramientos, noticias, sucesos ante los ojos de la muchedumbre— acostumbran oscilar entre el optimismo (que se comparte, se considera positivo y emocionalmente correcto: mentalízate y vas a triunfar) y el pesimismo (que se condena y culpabiliza aunque sea lo emocionalmente predominante: no le digas a nadie que estás muy mal), entre lo afirmativo y lo negativo, dos extremos de una misma pauta sentimental. Los dos resultan inútiles: la época exige un realismo trágico para entender su cabal gravedad.
Quizá las profecías cumplidas de Hayek hayan sido inevitables. De ser así (cuando menos por un lapso que no se puede medir más que aceptando la veracidad de cualquier cálculo sobre el fin de los tiempos entre tantos que hay), las resistencias colectivas están condenadas de antemano y sólo quedan los pequeños formatos de la acción personal o compartida con algunos pocos más. Cuando lo grande se fractura su reconstrucción suele comenzar desde las estructuras reducidas. No han sido solamente las constantes convocatorias de artistas y pensadores para apreciar culturalmente otra vez la belleza de lo pequeño, desarrollar la interioridad personal, defender el derecho individual a la imaginación y al silencio o concluir la vida en un jardín como Cándido, el de Voltaire, no por nostalgia bucólica, como se cree, sino por estricta sobrevivencia práctica.
Si Hayek está en lo correcto y superstición es un sistema en el que se imagina saber más de lo que se conoce, su filosofía puede llamarse legítimamente una superstición que quiere hacerse pasar por una ciencia exacta, definitiva, ineluctable. ¿Qué hacer entonces? Mientras se concluye, es probable que deba acudirse a métodos tan específicos y generales como el saber qué y quién no es infierno y hacerlo durar y darle espacio, según la hermosa advertencia calvinista, o a la simplificación de los usos y costumbres personales de quienes quieran hacerlo y apuesten por la frugalidad. Existen dos modos de alcanzar la riqueza: acumular todo lo que se pueda o reducir drástica y libremente la necesidad. La contrautopía sólo es una constancia: diga Hayek lo que diga, sí hay tal lugar.