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II
Por Víctor Palomo
A partir del gobierno de Fox, las políticas culturales entraron en efervescencia, a alguien se le ocurrió que el libro debería ser el gran objetivo para acercar a las masas a la lectura. Nacieron las ferias del libro, y el escritor, con sus encuentros, quedaron de lado.
Fue entonces, que las instituciones se las ingeniaron para que los escritores no se tocaran, que hubiera el menor contacto entre ellos, en un máximo tolerado de tres. Era ya el tiempo de las becas y los becarios cuando las ferias del libro comenzaron a florecer. El escritor pasó de pronto a un segundo plano respecto a su propio quehacer.
El ejemplo más horrendo que se me ocurre es la famosísima Feria de Minería que reúne en sí misma tal cantidad de libros que ningún ser humano es capaz de leer en toda su vida, aún dedicado exclusivamente a leer (lo sé, lo sé, no es el objetivo): lo que sí me permite mostrar el mismo ejemplo, es la devaluación, la pauperización del autor, del escritor, frente a la monetización de su obra, de las obras de todos los autores.
La mesa de cantina atiborrada de poetas y novelistas, filósofos de clóset y cuentistas de cajón de los encuentros de escritores —conociéndose y reconociéndose—, mutaron una década después al autor espléndidamente solitario, firmando libros a una fila de desconocidos (otro cliché), con los que escasamente intercambiará un par de palabras, algún par de frases compuestas y nada más. Porque, una vez terminado el mediocre ritual de la firma de libros, una vez que el autor baja de sus cinco minutos en el escenario, una vez que su micrófono se apaga y sale al primer piso lleno de stands, el autor se convierte en polvo, regresa al mundo de los nadie; deambulará quizá un poco por los pasillos esperando que alguien lo reconozca mientras manosea los botaderos de saldos, que alguien le tire del brazo y le invite un trago en el bar de enfrente: pero nada de eso pasará, la fila se ha desintegrado también, y ahí, lo que importa, es vender: libros, sí, tal vez, pero también playeras, tazas, llaveros, stickers, bolsas para el mandado.
En tanto, el autor, el escritor deberá cumplir a solas un ritual siniestro: el registro de salida del hotel para que su habitación sea ocupada por otro escritor que ocupará el mismo lugar en la misma mesa el día de mañana —ya viene en camino—; el escritor entonces tendrá que apresurarse, correr, alcanzar el vuelo, porque la organización y el presupuesto de la Gran Fiesta de las Letras así lo disponen. Y aunque a la maravillosa Feria de Minería, en su espléndida sede, le queden diez días más de venta, el escritor en solitario regresará a casa con una taza —un par de libros de regalo: saldos de la UNAM— a su provincia triste y sucia, en la que, por cierto, según ciertas estadísticas, cada día disminuye más la población lectora.
El mito de lo “internacional”
Después, no conformes consigo mismas, las ferias quisieron más, y comenzó la fiebre de la internacionalización. Poco a poco, en la primera década del presente siglo, todas las ferias del libro se volvieron internacionales, lo que las dotó de algo muy chic, de la más alta buena onda. Para alcanzar dicho estatus, sólo hacía falta invitar ya fuera a Juan Gelman (Argentina), Eduardo Milán (Uruguay), Fernando Vallejo (Colombia) o Carlos López (Guatemala), sin que importara mucho que tuvieran su domicilio en Coyoacán, la Narvarte, o la Colonia Roma de la Ciudad de México. La Casa Refugio Citlaltépel, fundada hacia 1998 por Cuauhtémoc Cárdenas para otorgar asilo a poetas extranjeros en México, sería semillero para internacionalizar cualquier feria del libro mexicana, fuera la de Jalapa, Arteaga o Iztapalapa: de modo que las ferias internacionales, lo eran y no lo eran: y hasta el día de hoy, lo son y no lo son.
Sea como sea, en aquella década, fue interesante escuchar las poéticas y narrativas de escritores de otras latitudes, de otros mundos, de otras concepciones y culturas. Monterrey, Guadalajara y Jalapa tuvieron momentos icónicos en los que se podía ver y escuchar a escritores protagonistas de nuestros tiempos. En Oaxaca, el momento culmen fue aquel en que se anunció la presencia de Salman Rushdie, Paul Auster y Toni Morrison a una sola mesa, en el Teatro Macedonio Alcalá (2009). Tres monstruos de lo que hoy podemos llamar literatura universal. Finalmente, sólo pudo estar Paul Auster, que sostuvo las ausencias del autor de Los versos satánicos y de la Premio Nobel, autora de una novela escalofriante desde la primera línea: Beloved, y, ¿a quién no le hubiera encantado verla? La ponencia de Auster fue poderosa, genial y serena, ante un teatro Alcalá abarrotado de verdaderos lectores.
Con el tiempo y como todo lo que se repite hasta el cansancio, el internacionalismo de las ferias se volvió cliché. Hoy en día, es difícil encontrar en el país una feria de estas que no sea “internacional”.


