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Matanzas impunes

Durante el mandato de Ernesto Zedillo ocurrieron dos matanzas de campesinas y campesinos que, de la nota roja, pasaron a la página política en muy poco tiempo. Son ejemplos de letales ataques racistas cometidos por agrupaciones paramilitares (cuando no por cuerpos de la seguridad pública), que diseñaron autoridades estatales y federales contra poblaciones indígenas en resistencia.

Una publicación de la organización Artículo 19 define estas agresiones como crímenes de Estado: “La paramilitarización es una forma de ejercer violencia y mantener la impunidad desde el Estado mexicano generando grupos civiles que realicen los ataques, y evitando la atribución de responsabilidades a las instituciones. Ocultan la verdad y pretenden adjudicar los eventos a agrupaciones que supuestamente tienen una confrontación étnica, ideológica o religiosa.”

La primera de esas matanzas aconteció el 28 de junio de 1995 cerca de la comunidad de Coyuca de Benítez, Guerrero, en un vado. Allí, un grupo de campesinos que se dirigía a un mitin de la Organización Campesina de la Sierra del Sur fue emboscado y baleado por agentes de la policía motorizada estatal. 

Diecisiete campesinos quedaron muertos, y otros 21, heridos de gravedad. Algunas de las víctimas eran miembros de la Organización Campesina de la Sierra del Sur, que se dirigían a su mitin en la comunidad de Atoyac. Otros sólo se trasladaban en el mismo vehículo que los manifestantes; pretendían comprar y vender mercancías en Coyuca. 

El vado donde ocurrió el ataque se nombra Aguas Blancas. Después se supo que ahí dirigió el tiroteo el director de Protección y Vialidad del Estado, Manuel Moreno González. En espera de la emboscada había aterrizado cerca de allí un helicóptero que transportaba a José Rubén Robles Catalán, secretario de Gobierno, y Gustavo Olea Godoy, director de la Policía Judicial del Estado. Al resonar el primer disparo de la asechanza, la aeronave partió. El aparato elevándose fue la última visión que algunas víctimas tuvieron del cielo.

Los preparativos de la matanza no adolecieron de negligencia. El día previo, médicos del hospital municipal de Atoyac fueron instados por el gobierno estatal a prepararse para una contingencia; escuadrones policíacos fueron despachados hacia Coyuca; en otro momento de esa misma víspera el gobernador Rubén Figueroa Alcocer aseguró por teléfono a la presidenta municipal de Atoyac, María de la Luz Núñez Ramos, que el grupo de manifestantes no llegaría a su meta.

Los policías inclusive filmaron en video su crimen. La dirección de Comunicación Social y el Sistema de Radio y Televisión guerrerenses se apresuraron a difundir parte de la siniestra evidencia: tomas de los campesinos muertos, tirados en el camino, y acercamientos a manos yertas que sostenían pistolas. Eso probaba —aseguraron— que los oficiales habían respondido a una agresión.

Un año más tarde alguien hizo llegar el video completo al periodista Ricardo Rocha, quien lo transmitió por televisión nacional. Se podía ver que los policías, después de exterminar a los campesinos, colocaron armas en las manos de los cadáveres.

Con ese dato, la Comisión Nacional de Derechos Humanos tuvo que esclarecer los hechos. La investigación señaló como responsables administrativos de la matanza y de la desviación de la indagatoria al secretario estatal de Gobierno Rubén Robles Catalán y al procurador estatal de Justicia Antonio Alcocer Salazar, junto con 20 policías y 23 funcionarios estatales más.

Al gobernador Rubén Figueroa Alcocer se le señaló también como autor intelectual y encubridor de la carnicería policial. Aunque Figueroa renunció a la gubernatura, sólo los policías y funcionarios menores fueron consignados a fin de cerrar el caso, que continúa impune.

No está de más recordar que en ese mismo año, 1996, la región de Loxicha, Oaxaca, fue asaltada por una fuerza conjunta de policías estatales, federales y efectivos del ejército, quienes cometieron “250 detenciones ilegales, desde 1996 a la fecha (20019). Hubo 200 casos de tortura, 80 cateos ilegales, 50 ejecuciones extrajudiciales, 30 desapariciones forzadas, 160 personas presas por motivos políticos. Además, implicó un número indeterminado de abusos sexuales, hostigamiento, amenazas de muerte y procesos penales irregulares”.

Acteal, otra matanza impune

La siguiente matanza durante el sexenio zedillista ocurrió en la población chiapaneca de Acteal, municipio de Chenalhó, el 22 de diciembre de 1997, mientras la resistencia comenzada en 1994 por el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional seguía en pie.

Una banda que por cuenta del gobierno combatía al EZLN, asesinó a 45 indígenas tzotziles en la comunidad de Acteal. Raptadas de una iglesia, las víctimas fueron nueve hombres, 16 niñas, niños y adolescentes, así como 20 mujeres, cuatro de ellas embarazadas. Este grupo de personas pertenecía a una agrupación social denominada Las Abejas, que rechazaba cualquier método violento de resistencia. El contingente de 90 matones que secuestró a las 45 víctimas, dispuso de siete horas para aniquilarlas.

La dilatada carnicería sucedió a 200 metros de un retén de la policía chiapaneca. Con anticipación al asalto y después de él, las autoridades del Estado se mantuvieron informadas de las ejecuciones mediante comunicados radiales. Agentes enviados por la seguridad pública estatal llegaron al sitio de la matanza por la tarde y hasta la noche estuvieron recogiendo cadáveres para alterar las evidencias.

En la inepta investigación que siguió, las autoridades estatales encarcelaron a ocho ex oficiales de seguridad pública, que no tardaron en salir libres. El gobernador Julio César Ruiz Ferro y sus más altos colaboradores fueron acusados de encubrir a los verdugos. No se les investigó, si bien el mandatario estatal fue sustituido ese mismo año por Roberto Albores Guillén.

El presidente municipal de Chenalhó, Jacinto Arias Cruz, fue consignado por convocar a pobladores de varias comunidades para acordar el ataque y proporcionarles armas. Nueve años después de la masacre fue sentenciado a 36 años de cárcel, con derecho a apelar. Tres jefes policíacos –Julio César Santiago Díaz, Roberto Martín Méndez Gómez y Roberto García Rivas– junto con 11 de sus subordinados recibieron sentencias de ocho años por permitir la matanza. No tardaron en salir de presidio. Otros 83 individuos fueron puestos en prisión acusados de portar armas de fuego, sin que se les hicieran exámenes satisfactorios y a pesar de que el expediente del caso indicaba que en las pesquisas sólo se habían hallado tres armas empleadas en la agresión.

En 2007, 18 de los acusados fueron sentenciados por autoridades estatales a penas carcelarias por haber portado amas de fuego, pero enseguida la Suprema Corte de Justicia de la Nación atrajo el caso y dos años más tarde, en 2009, los 18 condenados obtuvieron su libertad porque los jueces federales determinaron que la Procuraduría General de la República fabricó evidencia y cometió irregularidades en algunos de los procesos. De esta manera, otra matanza con motivaciones políticas quedó impune.

En septiembre de 2011, en la corte federal de Hartford, Connecticut, un grupo de 11 víctimas de Acteal interpuso una demanda contra Ernesto Zedillo y otros ex funcionarios federales por tratar de aplastar el movimiento neozapatista con una estrategia ofensiva que incluyó la matanza de 1997.

El 1 de febrero de 2012, otros siete indígenas presos por esta masacre fueron puestos en libertad con el argumento de que las pruebas con que los inculpaban resultaron falsas.

Un informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos expone que Mónica Uribe, especialista en asuntos religiosos, denunció en su libro El dolor de Acteal. Una revisión histórica, 1997-2014 que, pese a la denuncia contra el ex presidente mexicano, la corte estadounidense lo eximió de responsabilidad legal por los hechos ocurridos el 22 de diciembre de 1997 en Chenalhó.  Hernández añade que las sobrevivientes de la masacre, acompañadas por el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas A. C., demandaron ser escuchadas con respecto al caso por el presidente Andrés Manuel López Obrador.

El periodista Luis Hernández Navarro, en 2021, ha expuesto que en la defensa de los presuntos responsables de la matanza de Acteal intervinieron los académicos Alejandro Posadas Urtusuástegui y Hugo Eric Flores Cervantes, a pedido de los ex directores del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), Enrique Cabrero y Sergio López Ayllón.

Flores Cervantes —esclarece Hernández Navarro— fue asesor de Ernesto Zedillo en 1999, y sus argumentos de 2006, asegurando que la matanza de Acteal fue un enfrentamiento entre dos grupos armados, le sirvieron al ex mandatario Zedillo y a todos los implicados en el crimen para denominarse víctimas y evadir responsabilidades por la masacre.

El editor de la revista Nexos, Héctor Aguilar Camín, beneficiado con millonarios contratos de publicidad por los gobiernos priistas, publicó en 2007 una pretendida crónica de los hechos, Regreso a Acteal, basada en los argumentos de Posadas y Flores que reiteraba el supuesto “enfrentamiento” que ocasionó la matanza de Acteal.

A la fecha, ningún responsable de esa carnicería perpetrada en 1997 está en la cárcel. Ernesto Zedillo es Director del Centro para el Estudio de la Globalización en la Universidad de Yale y está en la junta directiva del Diálogo Interamericano y Citigroup.

Hugo Eric Flores Cervantes, después de fundar y presidir los partidos “patito” Encuentro Social y Encuentro Solidario, por los cuales fue diputado, es hoy delegado federal de los programas de la Secretaría de Bienestar en el estado de Morelos. Alejandro Posadas Urtusuástegui es director de la Carrera Judicial e Investigación en el Instituto de Estudios Judiciales del Poder Judicial de la Ciudad de México.

Héctor Aguilar Camín, privado de millonarios contratos por el actual gobierno federal, continúa dirigiendo Nexos, desde cuyas páginas ataca a la presidencia de Andrés Manuel López Obrador. Este último no ha ordenado retomar las investigaciones sobre Aguas Blancas ni sobre Acteal.

Como resultado de esa impunidad, “hoy en día en el municipio Chenalhó reina el terror, el odio y los asesinatos, porque para los paramilitares y autores materiales, en propia voz de ellos, ‘robar, quemar casas, matar, es premiado con casas, tierras y pensiones mensuales y estamos dispuestos volver a hacerlo si queremos’, dicen jactanciosos”.