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Época dorada, prisión, tortura, sobrevivencia y regreso de un artista comprometido socialmente

Es doloroso recordarlo. Ví cómo le tronaron lo dedos a un profe de educación física delante de mí: trac, sonó. Gritó. A él no —a mí, pues, relata el artista oaxaqueño Dionicio Martínez—, dijeron, a él llévenlo a un cuarto oscuro.

Sé dónde está ese sitio. Ahí, un güey me empezó a golpear: hey, qué pedo, dije. Dónde está el hijo de la doctora Escopeta, preguntaron, tú eres su amigo. No sabía, pero si hubiera sabido, por supuesto que no lo habría dicho, por supuesto que no.

Me siguieron golpeando. Sientes la muerte, todo lo oscuro cae en tu cabeza y baja. Me desmayé, pensé que había muerto. Cuando desperté, un güey me iba a golpear de nuevo. Salió mi dignidad: hey, hey, hey, no mames, qué más quieres de mí. Que se va. Me subieron a una camioneta.

Ya en la cárcel, nos dieron uniformes: cambiénse, ordenaron. Cuando me quité la playera, Uriel, que tenía 17 años, vio mi cuerpo morado por todos lados, excepto mi cara, estaba yo bien puteado, hinchado de tanto madrazo. Casi llora: oye güey, qué te hicieron, exclamó. Éramos tres en la celda, con Uriel e Ignacio, cuyo caso era peor porque tenía a su papá preso también en ese penal. Me subieron a la única cama de cemento. Ellos se dormían en el piso. Me cuidaron. Molieron la comida para que pudiera tragarla. Sobreviví.

Continúa su narración este pintor detenido por la Policía Federal Preventiva en el jardín El Pañuelito del centro de la ciudad de Oaxaca la tarde-noche del 25 de noviembre de 2006,  cuando trató de auxiliar a unas profesoras a las que estaban golpeando y le cayeron como mil policías, dice con humor, y puesto preso durante varios meses en el Centro Federal de Readaptación Social El Rincón, ubicado en el estado de Nayarit.

Se supone que [Francisco] Toledo abogó por mí y Juan de Dios… y  fui de los primeros en salir.

Es doloroso recordarlo. Para entrar o salir de la celda tenías que hacer nueve posiciones, a mí me dañaron dos costillas, sudaba frío del dolor, tenía que aguantar la humillación más terrible que puedes imaginar.

Hubo una licenciada que nos ayudó, y un día me dijo: oye, por qué no pintas algo sobre la tortura… Cuando me lo comentó, sentí un dolor en toda la columna. Pero lo hice, presenté una exposición de grabados en 2007.

Hoy me digo ya basta. Me he hecho güey, siempre he pintado, pero de forma madura solo últimamente: el próximo año montaré una exposición, quizá con Noel Cayetano, tal vez en Estampa.  Hay que superar todo, porque en la actualidad ni movimientos [sociales]  hay. Cuáles, respondo cuando me hablan de eso: ya no hay.

El artista habla desde su casa-estudio del municipio de Santa Lucía del Camino, situado a unos pasos del Centro Cultural y de Convenciones de Oaxaca. Entre el contraste de la suntuosidad de este inmueble y la populosa calle Lázaro Cárdenas, Dionicio Martínez nos hace recordar que lo que verdaderamente vale la pena es vivir. Vivir feliz.

—Estuviste en los inicios de las galerías más representativas de Oaxaca, dices.

—Estuve allá por 1989 en la que manejó Manolo Gómez a través de la asociación civil Culebra Pinta. Después en Arte de Oaxaca —creada por Nancy Mayagoitia, a quien trajo aquí Juan Alcázar—,  donde viví mi época dorada. También en la de Noel Cayetano.

—¿Cómo fue esa época dorada?

—Incluso económicamente me fue bien. Todos tuvimos chequera: Felipe Morales, Eddie Martínez, Rubén Leyva. Cuando no había dinero en la caja, firmaba un cheque, iba al banco y lo cambiaba.

—¿Qué tal los precios de las obras, era buen dinero el que recibían?, ¿cuánto valía un cuadro en ese tiempo?

—Era buen dinero… No recuerdo, mis cuadros eran baratos, quizá dos o tres mil pesos.

—¿Cómo comercializaban?

—Creo que Nancy ya había trabajado en una galería en la Ciudad de México, llegó con ese conocimiento, tenía contactos, una agenda de compradores, sobre todo de Estados Unidos. A todos nos iba bien.

Después, el primero de enero 1994, apareció el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y a partir de ahí la pintura de este artista cambió radicalmente, dejó de ser lo que era y se volvió socialmente comprometida. Fue de los primeros pintores que se declaró zapatista, hizo una exposición en homenaje, donó obra. Pero se acabó su relación con Nancy —aunque sin ruptura, de manera sana.

—¿Cuál era tu temática antes de esto?

—Era costumbrista, con escenas del realismo mágico. Leí mucho a [Gabriel]  García Márquez. Monté una exposición que se llamó El amor en los tiempos del cólera. Fue una etapa álgida de mi trabajo que tenía que ver con la lectura, con mostrarla en la pintura.

—¿Te llegaron a calificar de naíf?

—Sí. A todos nosotros. Y creo que estaba en ese rollo, pero ¿sabes qué?, no hay problema, pinté lo que me gustaba y estuvo bien.

Dionicio Martínez nació en una rancho olvidado de apenas seis familias: Pueblo Viejo, se llama, está en San Antonio Huitepec, Zaachila. Procedo de una familia de campesinos pobres, cuenta, mi papá migraba por temporadas para darnos mejores condiciones de vida.  

Cuando la milpa estaba jiloteando y apenas iba a convertirse en elote, si se iban las lluvias, venía el drama, todos lloraban porque no habría cosecha. Mi abuelo lloraba y decía que alguien cometió pecado y que por eso había dejado de llover. Al otro día, sus hijas hacían tostadas para que los hombres se llevaran al Valle de San Quintín, Baja California, o a Tapachula, Chiapas. Mi mamá y mis tías se quedaban a cargo de los niños, a ver cómo sobrevivían. Sembraban maíz, frijol, calabaza, amaranto, este último lo tostaban cuando no había otra cosa y hacían atole para los niños. Después entendí que eso se llamaba sobrevivencia, la realidad de todos los campesinos.

A los nueve años lo mandaron a la ciudad de Oaxaca,  al internado Ignacio Mejía, ubicado entonces en El Llano. Empezó a modelar figuras, conoció a Kalimán en cuento, un bolero alquilaba esa y otras historietas por diez centavos. Entró a la secundaria de Reyes Mantecón. La maestra de artes plásticas Salustia Hernández, egresada de la Academia de San Carlos, lo formó a él, Eddie Martínez y Tomás Pineda. Era tan chingona, platica, que enseñó a chavitos de 12 años a hacer los bastidores con cola de conejo, blanco de zinc, al baño María. También tocó los teclados en un grupo que cantaba temas de Rigo Tovar y el Acapulco Tropical. Después se fue a la Escuela Normal Rural Mactumactzá, de Chiapas. Se convirtió en docente. Estuvo en la selva Lacandona. Tuvo una formacion socialista, le apostó a las armas.

Por el año 1992, aunque no como integrante oficial, estuvo en el taller Rufino Tamayo. Cuenta la historia: al maestro Toledo se le ocurrió hacer unas litografías ahí, en la sede de avenida Juárez. Llegó y se encerró, pero los chavos querían verlo trabajar. No quiso. Aquellos se encabronaron. Se enteró el gobierno, no pagó luz, agua y que cortan todo. Gonzalo Carreño pateó las puertas del Instituto Oaxaqueño de las Culturas (IOC), que dirigía Margarita Dalton. Vino la demanda.

Fue la “época de resistencia” en ese taller. Alguien le dijo  a Dionicio que podía asistir al Tamayo. Llegó, conoció a Hugo Tovar, Erasto García, incluso a Fernando Andriacci. Delia Contreras vivía frente a Santo Domingo, relata, ahí nos recibía, ahí comíamos. Hubo reuniones, protestas en la calle. El gobierno  pidió que se aceptara un director para solucionar el conflicto: llegó Juan Alcázar. Pero aquél  dejó de ir al espacio: ya había aprendido y hecho  lo que le tocaba.

—¿Qué sucedió a partir de 1994?

—Me dije: tienes que jugar tu papel histórico. Ya tienes dinero, pero ¿y los jodidos, los campesinos, tu familia? La realidad te rebasa. Me acordé de mis tías, una no habla español, otra lo entiende. Ellas criaron a una hermana mía que hoy es egresada de la UNAM.  A la goma todo, pensé, ahí cambió radicalmente mi pintura.

Allá por 1997 nadie le quería exponer en Oaxaca. Pero en San Miguel de Allende, Guanajuato, sí.  Le pagaron el viaje, montó un homenaje al EZLN. En ese tiempo obtuvo un premio en Japón que lo salvó, lo ganó con una mezzotinta sobre un niño zapatista con zapatos viejos en la selva.

—Se conjuntó en ti todo para que tuvieras esa tranformación como artista…

—Era una promesa, estuviera a la altura o me hubiera chingado a todos.  Dejé de vender, me volví entrenador deportivo.

—¿Te cerraron sus puertas las galerías?

—Imagínate que le presentes a un comprador de Estados Unidos el cuadro de un niño zapatista en un río. ¿Quién te lo va a comprar? Nadie me quiso exponer. No me arrepiento. Nunca he sido rico, pido prestado, pero soy un hombre feliz, reivindiqué a mis tías, mis tíos, gente bien jodida, campesinos pobres.

Se dedicó a hacer retratos, igual que ahora. Los vende a tres mil pesos, lo sacan de apuros. Vio cómo sus compañeros de generación empezaron a ganar millones. Y “dices, puta, pero si ese güey es un pendejo, pinta bien gacho. Lo admirable es que pintan feo y venden”.

—Con tu pintura social, ¿no has vendido nada?

—En San Miguel de Allende la compraban extranjeros… Mejor te doy un ejemplo: pinté a Lucio Cabañas, lo he dado en 500 pesos. Se supone que en Oaxaca se vendió en 12 o 15 mil, pero a mí me dieron 3 mil.  Es muy raro que alguien compre un Ricardo Flores Magón. Tengo grabados de la Liga 23 de Septiembre, un homenaje a un niño de 15 años que está bien madreado.  Quién me lo va a comprar, pues nadie, lo conservo. Me encanta lo que hago, sé que no se va vender, le aposté a eso y aguanto. Acabo de dar un grabado en cinco mil, y eso me da mucho gusto, tengo para pagar los 200 pesos que debo, comprar vino, chelas.

Y cuando de plano no hay, Dionicio Martínez decora botellas, por ejemplo. Sin problema. Recuerda a su papá —campesino, carpintero, inmigrante jornalero, de todo— cuando decía: lo que uno tiene que hacer para ganarse unos centavos. Y también a su mamá, quien tuvo su máquina Singer y se volvió  modista, diseñaba vestidos de novia, hacía blusas, faldas y camisas para sus hijos.

1 Comentario

  • Irene Ortiz Pacheco
    Posted 11 de septiembre de 2022 at 08:27

    La rebeldía es la vida, la sumisión la muerte’
    Una historia de un gran artista libre valiente como muchos Oaxaqueños.
    Siempre de pie mi querido Nicho.

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