Nosotros, los enfermos

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Fernando Solana Olivares

A pesar de esta dura realidad que a menudo parece irremediable, definida por los pesimistas cristianos como un valle de lágrimas y aun por los filósofos presocráticos como un gran campo de desgracia, surgen aquí y allá nuevas epistemologías (aunque en el fondo sean muy antiguas) para entender mejor, o cuando menos de otra manera, la naturaleza de las circunstancias que nos suceden, comprendida en ellas la enfermedad. No es solamente la reiteración de un talante moral estoico que acepta todo acontecimiento como adorable porque significa la forma elegida por lo real para manifestarse —una sabia y valiente aceptación de la fatalidad, tan mal vista por el voluntarismo moderno y por su engaño del éxito y la felicidad a toda costa, la más falsa ideología en circulación—. 

       Es sobre todo el surgimiento de otros modos de interpretación que poco a poco se van extendiendo así no se conozcan directamente, pues con ellos suele pasar lo mismo, por ejemplo, que según Borges sucede con libros como Las mil y una noches, tan vastos que no es necesario haberlos leído ya que forman parte previa de nuestra memoria común.

          Así las cosas, hace tiempo visité a un viejo amigo. La velada fue equívoca e inesperada: en ella brotaron agravios unilaterales, reclamos mutuos, desencuentros pendientes. Y entonces los dos, cada quien por su lado, pudimos confirmar aquella sentencia griega: “La amistad, esa sombra de una sombra”. Durante el áspero encuentro mi amigo se ufanó de que nunca había soñado con su madre muerta meses atrás, una ausencia onírica que según él confirmaba su por completo resuelto vínculo filial. Opiné lo contrario, entre otras razones porque no hay peor enemigo que quien fue el mejor amigo, pues uno sabe del otro asuntos que siempre puede usar para bien o para mal, pero también porque dicha cancelación soñante me parecía sospechosa, más un bloqueo emocional que un piadoso y maduro olvido. 

          Después me enteré de que mi antiguo camarada enfermó de cáncer y que desde antes de aquella noche, en la cual nada me dijo al respecto, ya lo sabía. Tengo para mí que ésa fue la causa oculta del distanciamiento que entre nosotros se produjo entonces, de su emotividad desordenada y de mi intolerante enojo. Al saberlo intenté hacer aquello que me pareció lo debido: reanudar el vínculo fraterno pidiéndole disculpas por mi inamistosa conducta y omitiendo sin rencor sus dichos ofensivos. Recordé una frase-llave de Schopenhauer antes olvidada: todo acto, todo pensamiento y toda enfermedad son, quiérase o no, voluntarios.

          Un investigador asevera que el famoso cuadro del pintor Grant Wood, Gótico Americano, donde representa a un predicador estadounidense del Medio Oeste y a su hija sobre un fondo arquitectónico neogótico con la apariencia de un realismo flamenco inhabitual en el arte de su momento, sensación pictórica en el Chicago de 1930 que se convertiría en un icono del arte contemporáneo, muestra en los rostros de sus dos personajes la inexpresividad común a muchos enfermos de cáncer, pues entre los factores psicológicos implicados en dicho padecimiento —un desorden del sistema inmunológico del enfermo—, el principal lo constituyen las emociones reprimidas.

          Diversos estudios médicos manifiestan que los enfermos de cáncer recuerdan sus sueños con más dificultad que otro tipo de pacientes, tienen menos cambios de pareja (separaciones o divorcios), menos síntomas de enfermedades que reflejen conflictos anímicos (úlceras, jaquecas, asmas), tienden a no mostrar sus verdaderos sentimientos, no han tenido relaciones estrechas o satisfactorias con sus padres, son personas autocontroladas, poco autónomas aunque aparenten serlo y poco espontáneas: “Por lo general han experimentado un vacío en sus vidas: una desilusión, expectativas no cumplidas. Es como si la necesidad de crecimiento se transformase en una metáfora física”. Según dicha hipótesis, cuando la infelicidad y las penas no se manifiestan son capaces de provocar graves alteraciones en el sistema inmunológico.

          Entonces puede corroborarse, con el poeta John Donne, que “Nadie es una isla”, y la semántica de cualquier enfermedad tanto como sus metáforas comprueban que si el cuerpo-mente es un proceso, no materia perdurable sino pautas que se perpetúan a sí mismas, todo desorden patológico, desde un resfriado hasta un infarto, se origina en la totalidad de la persona, en ese campo oscilatorio situado en otros campos más amplios. De tal manera que nunca se enferma el cuerpo mientras la mente queda indemne, o viceversa. La salud, aseguran estas visiones holísticas, consiste en la capacidad orgánica para transformar y dar sentido a toda información nueva, adaptarse a una realidad en transformación constante, sea un virus, una atmósfera física o una circunstancia emocional. El sistema inmunológico se encarga de integrar las condiciones del medio siempre y cuando no sucumba ante las tensiones psicológicas del individuo. Louis Pasteur afirmaba que lo importante en la enfermedad no eran los gérmenes sino el ámbito, es decir, la circunstancia personal.

          Sería simplificante y hasta abusivo pensar que mi amigo no hubiera enfermado si acaso soñara con su madre más a menudo. Factores genéticos o predisposiciones exteriores influyen del mismo modo en la morbilidad. Pero lo nuevo paradigmático es lo viejo que hoy vuelve a saberse: nosotros, los enfermos, también somos ese proceso que llamamos enfermedad.

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