Lecciones del caso Watergate

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Carl Bernstein y Robert Woodward, reporteros del Washington Post, investigaron el asalto cometido el 18 de junio de 1972 a la sede del partido Demócrata en el edificio Watergate. Hallaron que la pandilla de cinco ladrones estaba ligada a altos funcionarios de la presidencia de Richard Milhouse Nixon. Durante dos años fueron revelando las conexiones entre el allanamiento a Watergate y la presidencia. Debido a esas y otras acciones, Nixon, quien logró reelegirse como presidente en 1973, tuvo que renunciar al cargo el 8 de agosto de 1974.

Bernstein y Woodward siguieron un complicado método de interrogatorios a testigos que trabajaron para el comité de reelección presidencial a fin de llegar a la verdad del caso: Nixon y los integrantes más cercanos de su gabinete cometieron espionaje, sabotaje y uso de fondos ilegales para atacar a sus opositores políticos. Cuando esa conspiración comenzó a revelarse, intentaron encubrirla y cometieron perjurio ante jueces federales.

Benjamin Bradlee, director del Washington Post, ha escrito que el momento más bajo de su cobertura de Watergate ocurrió cuando publicaron que el jefe de asesores de la Casa Blanca H. R. Haldeman controlaba un fondo ilegal de la presidencia que ascendía a 350 mil dólares. El Post afirmó que el oficial de campaña Hugh Sloan Jr. Había atestiguado sobre ese fondo ante el gran jurado que investigaba el asalto al Watergate.

“Quedamos horrorizados una mañana al ver que Dan Schorr, de la CBS, empujó un micrófono a la cara de Sloan y éste negó que hubiese dicho tal cosa al gran jurado. Pedimos a Bernstein y Woodward averiguar qué salió mal. Pasaba que Sloan había hablado del fondo ilegal al fiscal Henry Petersen pero éste no lo interrogó sobre el fondo ante el gran jurado. Nos preguntamos por qué. Después averiguamos que el fondo era de 700 mil y no sólo de 350 mil dólares”.

Después del desmentido de Sloan, el secretario de prensa de la Casa Blanca, Ronald Ziegler, pudo decir con desprecio ante la televisión y otros medios el 26 de octubre de 1972: “No respeto el tipo de periodismo, el periodismo de pacotilla y harapiento, que está practicando el Washington Post”. 

Al ser cuestionado por el artículo del Post que acusaba a Haldeman, Ziegler pudo responder: “No dignificaré con un comentario historias basadas en acusaciones de oídas, asesinato de reputaciones, rumores o culpa por asociación […] Los opositores han estado presentando cargos que carecen de fundamento”.

El serio error que puso en peligro la investigación del caso Watergate consta en el libro Todos los hombres del presidente que publicaron Bernstein y Woodward después de la caída de Nixon. Todo el libro puede fungir como un manual práctico de periodismo: qué hacer y qué no hacer al cubrir una información que involucra a los más altos cargos de una nación.

Bernstein y Woodward habían recibido informes confidenciales sobre la implicación de los principales miembros del gabinete de Nixon en el caso Watergate y en todo un esquema de espionaje y sabotaje político dirigido a la reelección del presidente. Su fuente anónima principal era un alto funcionario de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI), a quien no podían citar como informante. Pero si hubiesen tenido la prudencia de contrastar la información de Sloan con la de su secreto aliado, hubiesen podido evitar la vergüenza de que el vocero presidencial los desmintiera y humillara.

Los dos reporteros del Washington Post lograron al fin, después de dos años de intensa investigación, contribuir a que los actos ilegales de Nixon y sus colaboradores fuesen expuestos ante un jurado y ante el Congreso de los Estados Unidos. Nixon renunció, y con ello, la indagación del Washington Post fue reivindicada.

Por aquellos días, el principal competidor del Post en esta investigación era el New York Times. Previamente, el diario neoyorquino había desvelado otro gran escándalo de mentiras y conspiración que involucró a cinco presidentes: Harry S. Truman, Dwight Eisenhower, John F. Kennedy, Lyndon B. Johnson e inclusive a Nixon. El caso fue conocido como “Los Documentos del Pentágono”, por un estudio confidencial que revelaba cómo los militares estadounidenses sostuvieron las guerras de Corea y Vietnam pese a entender la imposibilidad de ganarlas, sin que les importaran los millones de vidas que sus acciones costaron.

Al publicar documentos confidenciales, el New York Times tuvo que responder a un juicio por difundir información potencialmente dañina para la seguridad nacional. El Post, que lo siguió en la difusión de los documentos, tuvo que enfrentarse a similares amagos. Al final, ambos medios ganaron los juicios y quedaron como referentes de la libertad de prensa.

Durante cincuenta años, las lecciones de Bernstein y Woodward en materia de verificación de informes han sido una norma en el periodismo del mundo: periodista que recibe una acusación sobre la conducta ilegal de un servidor público, debe corroborar con fuentes incuestionables la verdad de la imputación.

Con todo, el Post no dejó de perpetrar errores. En 1980 cometió uno terrible: publicó el falso reportaje de Janet Cooke sobre un niño adicto a la heroína, obtuvo un premio Pulitzer por esa mentira y tuvo que devolver el premio al comprobar la falsedad de su reportera. Bob Woodward fue despedido del Post por admitir aquel fraude. Y no lo olvida.

El New York Times publicó el 22 de febrero de este año un reportaje con una investigación insustancial sobre el presidente Andrés Manuel López Obrador, expresando que sus informantes “pueden ser incomprobables y aun estar equivocados”. Pese a esto, como si el diario neoyorquino careciera de toda experiencia en el periodismo, publicó un artículo cuyas alegaciones no fundamentó, con un título y un resumen tendenciosos:

“EE. UU. indagó acusaciones de vínculos del narco con aliados del presidente de México.La indagatoria descubrió información que apuntaba a posibles relaciones entre narcotraficantes y personas cercanas al presidente Andrés Manuel López Obrador cuando ya ocupaba el cargo”.

Sin embargo, el cuerpo del artículo firmado por Alan Feuer y Natalie Kitroeff el 22 de febrero indicaba algo muy distinto: “Estados Unidos nunca abrió una investigación formal a López Obrador y los funcionarios que estaban haciendo la indagatoria al final la archivaron. […] Buena parte de la información recolectada por los funcionarios estadounidenses provenía de informantes cuyos testimonios pueden ser difíciles de corroborar y en ocasiones resultan ser incorrectos. […] no está claro qué tanto de lo que los informantes les dijeron fue corroborado de manera independiente”.

Si hubiesen atendido las lecciones de Bernstein y Woodward, los reporteros del Times Feuer y Kitroeff debieron comprobar las alegaciones con fuentes corroborables y correctas. Sin embargo, ambos comunicadores publicaron una serie de alegaciones sin fundamento que pretenden inculpar al presidente de la república mexicana.

Quizá Feuer y Kitroeff sueñan con repetir lo que Bernstein y Woodward lograron en el caso de Nixon. Pero el método que siguen es diametralmente opuesto al de los tenaces autores de Todos los hombres del presidente.

Ron Ziegler les hubiese espetado a Feuer y Kitroeff: “No respeto el periodismo de pacotilla y harapiento que están practicando. No dignificaré con un comentario historias basadas en acusaciones de oídas, asesinato de reputaciones, rumores o culpa por asociación”.

Y aunque el jefe de Ziegler perdió la presidencia por sus culpas, sigue vigente la respuesta de aquel vocero presidencial hace cincuenta y dos años frente al error del Washington Post. El presidente de México pudo reaccionar con análoga dignidad ante las acusaciones que regoldaron Feuer y Kitroeff el 22 de febrero este año

Escritor, promotor de arte y cronista aficionado de absurdos sociales.

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