Por Altagracia Toledo Aquino
El 8 de marzo de este año el gobierno de Oaxaca atacó con gases lacrimógenos y balas de goma a los cientos de mujeres que se manifestaban en la plaza central de la capital oaxaqueña por el Día Internacional de la Mujer. En el ataque resultaron afectadas niñas y familias inermes que observaban el desarrollo de la marcha. Un día antes, el 7 de marzo, el gobierno del estado cubrió con vallas de acero los edificios públicos cercanos al zócalo oaxaqueño: el palacio de gobierno, la catedral, el Museo de los Pintores Oaxaqueños.
Además, el gobierno hizo acudir a la instalación de esas barreras, de manera clandestina y solapada, al temible grupo de choque que integran miembros de sindicatos de transportistas afiliados a la CTM, tristemente conocido por sus ataques armados a partir de 2015. En ese año, el entonces gobernador Gabino Cue los empleó para intimidar a ciudadanas y ciudadanos opuestos a la fallida construcción de un centro de convenciones en el Cerro del Fortín, justo en la parte donde atraviesa la peligrosa Falla de San Andrés. De 2016 a la fecha, los sucesivos líderes de este siniestro sindicato han sido asesinados a tiros.
El mismo 7 de marzo, mientras los grupos de choque sindicales protegían las vallas en el zócalo, a unas cuantas cuadras, sobre la prolongación de la calle de Galeana, un grupo de agentes de la Fiscalía General del Estado invadió con armas largas la casa de los padres del periodista Álvaro Cuitláhuac López “por una confusión”. Con golpes y amenazas, los uniformados arrestaron al abuelo con problemas cardiacos, a su sobrina y a sus dos hijos (incluido el comunicador) con extrema violencia. Todo el ataque lo grabó el periodista antes de ser reducido a punta de metralleta y encarcelado sin motivo. A las pocas horas lo liberaron.
Así como el inútil e ilegal arresto de Álvaro López sólo sirvió para exhibir la violencia policiaca, de nada sirvieron este año las protecciones metálicas, pese a la diligencia con que el gobierno las instaló, a un costo que seguramente se revelará tan excesivo como inútil (similar a los más de doce millones de pesos que pagó la dispendiosa Secretaría de Turismo oaxaqueña a un grupo musical para un espectáculo propagandístico).
El 8 de marzo, las manifestantes rápidamente hallaron los puntos débiles del acorazamiento oficial y echaron por tierra las filas de vallas metálicas, a fin de hacer pintas de protesta en los edificios del zócalo. El Palacio de Gobierno también quedó señalado por las pintas. Ese momento eligieron los mandos policiacos para atacar a las manifestantes y al pueblo reunido en el zócalo con granadas de gas lacrimógeno y disparos con balas de goma.
No fue una reacción desesperada de la policía: fotos y videos de medios de comunicación muestran a los francotiradores apostados en el techo del palacio de gobierno, preparados con sus rifles para disparar a la multitud. Las manifestantes se replegaron hacia la alameda central y evadieron el efecto de los gases, cuyo estallido atemoriza y ensordece, mientras que su dispersión produce en las personas asfixia e irritación severa en ojos y mucosas.
A la policía no le importó utilizar esas armas contra una multitud inerme. Eso no había sucedido en el zócalo de Oaxaca desde el fatídico y fallido ataque contra profesores cometido en 2006 por el entonces gobernador Ulises Ruiz, conocido desde entonces como “El carnicero de Chacahua”.
Algunas voces pretenden descalificar las protestas del 8 de marzo porque “se dañan monumentos históricos”. Mismos monumentos que el gobierno ha dejado deteriorarse durante décadas, pese a las numerosas advertencias de que Oaxaca puede perder su denominación de Patrimonio Cultural de la Humanidad, concedido en 1987.
Por otra parte, ¿qué ha sucedido recientemente en Oaxaca en materia de seguridad pública? En el creciente recuento trágico, destaca el caso de siete jóvenes de la capital oaxaqueña que iban el 7 de enero de este año a Puerto Escondido por una supuesta oferta de trabajo. Desde esa fecha no se tiene noticias del paradero de Yair Morales Matías, Julio Alberto Quiroz González, Rafael Velasco Hernández, Hugo Alberto Sierra Basilio, Luis Alberto Contreras Zúñiga, José Miguel Vázquez Rodríguez y Omar Edwin García.
El 28 de febrero de este año se dio a conocer la desaparición de las jóvenes tlaxcaltecas Noemí Yamilet López Moratilla, Jaqueline Ailet Meza Cazares, Leslie Noya Trejo y Angie Lizeth Pérez García, secuestradas en Huatulco, Oaxaca. Sus cuerpos, con huellas de tortura y mutilaciones, aparecieron junto con los de Raúl Emmanuel González, Rubén Antonio Ramos y Rolando Armando Evaristo, abandonados en un puente de la autopista que marca el límite entre Oaxaca y Puebla.
Al darse a conocer el hallazgo de los cuerpos, las autoridades oaxaqueñas negaron que fuesen los de los jóvenes tlaxcaltecas secuestrados en Huatulco, pero las autoridades de Puebla confirmaron la identidad de estas personas, todas menores de 30 años de edad. La Fiscalía de Oaxaca ha sido incapaz de explicar por qué fue asesinado este grupo de jóvenes, pese a que se involucra a policías municipales de Huatulco en su secuestro.
Con prontitud, sin embargo, las autoridades oaxaqueñas dieron por hecho que las y los difuntos formaban parte de un grupo criminal. Además, los vincularon al asesinato del hospedero huatulqueño Alfredo “El Jocha” Lavariega Canseco, ocurrido el domingo 2 de marzo, el mismo día que se halló el automóvil con los cuerpos mutilados.
Así como ninguna investigación seria respalda las declaraciones de la Fiscalía oaxaqueña sobre el cuádruple feminicidio de las jóvenes tlaxcaltecas, la misma instancia tuvo que dar una torpe explicación por el ataque al periodista Álvaro López y su familia. En su boletín oficial del 7 de marzo el organismo reconoció que “realizó un operativo sobre la calle de prolongación de Galeana en inmediaciones de la Central de Abasto. Derivado de incidentes ocurridos durante este operativo, fueron detenidas varias personas, entre ellas un periodista, quienes quedaron en libertad luego de corroborar su no participación en los hechos”.
Desde el 9 de febrero de 2022 el reportero Álvaro López hizo responsable a la Fiscalía Estatal porque un hermano suyo fue perseguido por dos sujetos armados, quienes intentaron llevárselo a la fuerza pese a que el ciudadano pidió ayuda a elementos policiales. Entonces la Secretaría de Seguridad Pública de Oaxaca manifestó que “personal de investigación estaba realizando un procedimiento”, y calicó el acoso como una “confusión”. Por su parte, la Fiscalía negó que esos hombres fuesen agentes de su Policía Investigadora o de la Agencia Estatal de Investigaciones.
A todo esto, desde octubre de 2024 la activista Sandra Domínguez y su pareja Alexander Hernández permanecen desaparecidos, después de que la abogada denunció a Donato Guerra (muy cercano operador político del mandatario Salomón Jara Cruz) por difundir en un chat de WhatsApp fotografías de mujeres indígenas desnudas. Igualmente desaparecida permanece la activista Claudia Uruchurtu Cruz, en cuyo secuestro cometido el 26 de marzo de 2020 está implicada la ex presidenta municipal de Nochixtlán Lizbeth Victoria Huerta, también muy cercana al gobernador Jara Cruz.
Todos estos crímenes impunes sólo han reforzado la convicción de las mujeres, al manifestarse el 8 de marzo de este año, de que al gobierno estatal no le interesa garantizar una vida libre de violencia para nadie, mucho menos para las mujeres.
Un día antes de las marchas por el 8 de marzo, el gobierno se limitó a “blindar” torpemente edificios monumentales, con unas vallas que fácilmente fueron vencidas. Y del gabinete del gobernador Jara, que presume estar compuesto en más de 50 por ciento por mujeres, ninguna titular recurrió al diálogo para tratar los problemas planteados. La policía sí intervino, para disparar gases lacrimógenos y balas de goma a la multitud indefensa. Esa es la “primavera oaxaqueña” que el gobernador Jara anuncia con millonario gasto.