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¿Cuál es la relación entre la leyenda mexicana y el alcance del terror en el cine? a partir de esta interrogante se despliega la mirada particular de cada cineasta, revelando si su interés se orienta hacia el realismo, el espectáculo o la preservación de un imaginario colectivo donde el horror esta siempre en busca de una reacción, y donde existe cierta facilidad para exponer sus elementos como una actividad heredada y pocas veces cuestionada.
En su más reciente película, Un cuento de pescadores (2024), Edgar Nito utiliza un terror tan preciso que, aunque el espectador sospecha lo que sucederá, no puede anticipar el alcance de la violencia. Su propuesta, aunque se sostiene en el lenguaje cinematográfico, no busca replicar el mismo discurso, sino criticar el propio género, enfocándose en dos elementos esenciales: el cuerpo y el agua.
A diferencia de los relatos históricos o las adaptaciones literarias, Un cuento de pescadores construye su historia a partir de una leyenda que perdura en el lago de Pátzcuaro, en el estado de Michoacán. La película presenta un relato despojado de inocencia; aunque accede a la leyenda mediante elementos de ficción, utiliza la figura física de la «Miringua» no como un núcleo central. No se insiste en una criatura que pueda volverse caricaturesca o excesivamente realista. En contraste con gran parte del cine contemporáneo -donde la prioridad suele ser la apariencia del ente maligno: humanoide, violento, reconocible-, aquí el horror se sugiere más de lo que se muestra. La «Miringua» actúa como figura ambigua: encarna el deseo sexual de un hombre, se relaciona con la rutina de los pescadores y se entrelaza con un conflicto amoroso entre tres jóvenes. Su influencia se percibe desde las sombras, estimulada por la desinhibición que genera el licor, donde la comunidad está inmersa y que se presenta como causante de la confusión que envuelve este terror vinculado a la ebriedad.

¿Por qué considerar Un cuento de pescadores un relato de horror sencillo? Justamente esa sencillez permite abarcar elementos lúdicos sin cerrarse a la experiencia absoluta. La amenaza no necesita un espacio propio: surge como lo haría un relato oral, una anécdota que siempre predispone a la duda sobre la fidelidad de los hechos. Se permite que el miedo se expanda, que se vuelva limpio y lucido al mismo tiempo. El lago cumple también dicha función: es el espacio donde los cuerpos descienden hacia la muerte y, a la vez, su sepultura. En lugar de centrar la atención en una entidad como causante del mal, se plantea una atmósfera de confusión. La muerte es resultado de las decisiones humanas; la «Miringua» solo incita, tienta, como un anzuelo que arrastra a su presa hacia las profundidades. (Algo similar ocurre en The Night of the Hunter (Charles Laughton, 1955), donde el cuerpo de Willa Harper (Shelley Winters) resignifica la muerte como una unidad entre violencia y naturaleza). En los últimos momentos de Un cuento de pescadores, una secuencia subacuática recuerda dicha escena, pero aquí sugiere la entrada a una sala de museo: cadáveres convertidos en estatuas inertes, en una imagen casi plástica, suavemente iluminada por la luna.
Y si pensamos en aquello insospechado en cuanto a la violencia física, pocas veces el cine logra una representación tan contundente como en la pelea entre dos adolescentes durante un baile tradicional de la danza de los viejitos. Una joven oculta un puñal entre los pliegues de su vestido e integra el arma a la coreografía, en un juego ingenioso donde la máscara y el baile generan una tensión constante.
En otro momento, tras el casamiento de dos jóvenes, aparece una mujer del pueblo que, bajo el pretexto de felicitarlos, expresa su furia emborrachándose y tomando control del micrófono. Al aclarar sus sentimientos, ambas intentan huir. El esposo, al descubrir la fuga, las detiene y forcejea con su esposa; en el intento de amenazarla con un cuchillo de cocina, termina asesinándola. La otra joven, impulsada por la desesperación, apuñala con brutalidad y sin control el pecho de aquel joven, sin convertir la muerte en un espectáculo sangriento. Aquí, la sangre adquiere un peso mayor: con pocos elementos, la carga emocional se intensifica.
Cuando la joven comprende lo que ha hecho, arrastra ambos cuerpos hasta el lago y se sumerge con ellos, suicidándose. El cuidado del momento se apoya en el sonido: la punzada del corte en su cuello y la sangre que brota con presión se ejecutan como un instante decisivo y frígido, donde se pacta un «destino» que el sonido envuelve con la corriente del agua y la agitación desesperada de la sangre. El cuerpo es aquello que se hunde, lo que propicia la fidelidad de la «Miringua», que para los pobladores representa algo frente a lo cual poco se puede hacer, pero que mantiene la misma mirada inicial de Edgar Nito: proponer, más que una solución inalterable, una actividad sanguinaria.
La manera en que se representa la muerte responde a una voluntad de mostrar solo lo necesario, donde existe la capacidad e interés de observar y disponer del espacio para contener la acción. Es aquello que se muestra y se oculta: el terror en Un cuento de pescadores deja atrás su estilización excesiva -de guion, de producción, de imaginería popular- para dar paso a una propuesta donde, paradójicamente, encuentra su fuerza en la sobriedad.